Sentarse en una hamaca, arropándose con una manta del frío seco, mirando sobre nuestras cabezas millones interminables de estrellas en una noche casi sin luna. Sentirse gigante observando todos los ángulos de la isla a nuestros pies desde casi 3600 metros de altura mientras casi tocamos con la punta de los dedos el pico del volcán. Caminar por senderos empedrados de fuerte desnivel por los que el único sonido que se escucha es el la piedra pómez crujiendo bajo las suelas. Ver el espectáculo de la puesta de sol tras las paredes del circo de Las Cañadas, tiñiendo de rojo otoñal los roques de García. El olor a azufre de la cumbre. El ardor de unos labios cuarteados por el sol y la humedad. Andar sobre paisajes marcianos rodeados de esqueletos de tajinastes que en primavera habían estado en flor.
¿Hace falta salir de la isla para disfrutar de lo inédito? No. Sólo cuarenta y ocho horas para descubrir que el Teide no es ese sitio donde ir a pasar un rato del domingo, ver el paisaje del camino, aparcar el coche, asomarse al Llano de Ucanca y regresar para tomar café en el Puerto de la Cruz. El Teide es para caminarlo, ver lo que siendo isleños se nos escapa a nuestros ojos, pasar la noche allí y comprobar como eso que llaman Vía Láctea existe sin dejar de pedir deseos al paso de las estrellas fugaces.
PD: La foto es mía. Habrá más.
5 comentarios:
Voy a tener que ir. Es bellísimo.
Saludos
Bonita foto, el Padre Teide nos guarda, ¿o no era ásí el verso?
¿Por fin te convenciste de que el Teide tiene algo mágico?
No. Eso ya lo sabía. Lo que confirmo es que las Cañadas no es (o no debe ser) un sitio donde subir pro la carretera, asomarse a los miradores e irse a casa.
Estoy contigo, en que aunque haya llegado un poco tarde, el título de Patrimonio de la Humanidad le viene de maravilla a nuestro Teide...
Saludos
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