Melat, Gare y Dani se pasaban las horas de la tarde muertas en las próximidades del Hotel Addis View. Después de regresar del colegio se sentaban a ver pasar los taxis azules de techo blanco por la polvorienta carretera que cruzaba enfrente al Hotel y, como no, a los turistas que entraban y salían por la puerta del hotel, al que no podían acercárse debido al férro marcaje al que les sometía los porteros de gorra enorme. Sólo cuando el turista blanco abandonaba el recinto y se alejaba algo más de diez metros de la puerta de cristal aparecían con sus saludos en inglés y sus sonrisas. Melat, Gare y Dani, durante una semana, jamás cambiaron de atuendo. Dani, con una perenné camiseta de imitación del Milan y los demás con ropas que denotaban que, sin lugar a la más mínima duda, estabamos en el corazón del tercer mundo. Pero Melat (el único niño del trio), Gare y Dani sólo exhalaban ganas de vivir.
Ginés y yo los conocimos el primer día que salimos por los alrededores del Hotel. Ginés no habla inglés, con su español de Murcia tiene suficiente para desenvolverse en su ambiente, en su casa de la huerta y en su casa de la playa. Yo, con mi inglés de suficiente raspado de COU y forjado a base de repetir canciones del Ipod, lograba comunicarme fluidamente con ellos, quienes hablaban perfectamente inglés, lengua de escolarización en Etiopía. Aquella primera mañana, tras acompañarnos al pequeño supermercado local y servirnos de Cicerones por los suburbios de Addis, empezaron a hacerse habituales. Nunca pidieron nada. Ni siquiera aceptaban que se les diera una simple golosina, aunque para unos crios de la miseria una chocolatina era como maná caido del cielo.
Un día antes de que 39º de fiebre y una tremenda gastroenteritis me tumbara en la cama, nos habían invitado a Ginés y a mi a tomar café en su casa. En un país famoso por la calidad de su café, a los huéspedes se les agasaja con una ceremonia que culmina con la desgutación de esa bebida. A todas estas, en mi vida me había tomado un café sólo. Mientras que en mis años de Facultad los compañeros se hicieron adictos al café en el aula de la cafetería del edificio central del campus de Guajara (centro de operaciones durante horas y horas diarias), mis visitas a dicho aula se saldaban a base de bocadillos de, indistintamente, tortilla y calamares.
Antes de atardecer, nos esperaban a una distancia prudencial de la puerta del Hotel. No disimularé cierto temor inicial: eran niños, si. Pero ¿quién nos iba a garantizar que a la casa donde íbamos a acudir no nos esperarían tres armarios roperos para quitarnos hasta los calzocillos?
Apenas 30 metros de camino nos separaba de una puerta metálica que daba acceso a un pequeño y estrecho camino que desembocaba en un pequeño patio rodeado de plantas. Al frente, dos dependencias. En una de ellas, un señor veia la televisión. A nuestra derecha, una habitación de apenas 8 metros cuadrados con dos camas sucias haciendo una L en dos de sus esquinas. Allí, según nos dijeron, dormían los tres chicos de la casa (en una de las camas) y en la otra las niñas junto a su abuela. El patio me hizo recordar, por un instante, a pasajes de mi infancia, de las visitas a la casa de los primos de mi padre en Afur, un pequeño caserío del macizo de Anaga, donde las entradas a las cuevas excavadas en las paredes de la montaña están precedidas de patios llenos de plantas. Por eso, de repente, la inquietud inicial se convirtió en una extraña familiaridad.
Junto a Melat, Gare y Dani aparecieron Joale, Miguel y Abrahám. Joale era el mayor de todos, primo de los primeros. Todas las mañanas pasaba con sus libros de la escuela secundaria bajo el brazo y su sueño es ir a la universidad para convertirse en ingeniero. Los demás, en su mayoría, quieren ser médico para ayudar a su gente en el futuro. Dani me contó que ese no era su nombre real, sino que se lo había puesto en honor a su ídolo, Dani Pedrosa. Miguel rendía homenaje a un Miguel Indurain al que, posiblemente, jamás conoció sino por el relato de sus hazañas ciclistas. Era increible comprobar el conocimiento que demostraban sobre nombres de deportistas españoles y sus gestas, desde Casillas a Nadal, pasando por Lorenzo o Contador. Un país que vive loco por un futbol al que apenas tienen acceso pero que les hace evadirse de su realidad.
Melat, Gare, Dani, Joale, Miguel y Abraham desconocen cuáles son sus edades reales y cuando se les pregunta responden con una horquilla de entre 3 y 3 años de diferencia. Cuentan que los padres de Dani murieron en un accidente de tráfico pero que ella lo ignora, haciéndole creer que trabajan muy lejos de Addis y que algún día volverán. Cuentan que el señor que ve la televisión es el malvado casero que les pide 200 birs mensuales por 1 habitación.
Los invitados nos sentamos en dos pequeños taburetes de madera, inestables por lo irregular del suelo, mientras que el resto, incluida la abuela (ataviada con el atuendo habitual de la mujer etíope, de tonos ocres y marrones, cubierta de pies a cabeza), se sientan en el suelo. La previa a la degustación del café, junto con la conversación, se ameniza con la degustación de simples palomitas de maiz, una vieja tradición del país. Antes de calentar el agua en un pequeño cazo, la abuela tostaba verdes granos de café sobre una pequeña lumbre. El aroma del café tostado impregnaba todo el patio y cuando el verde se tornó en marrón oscuro Dani vertió los granos en un mortero, trabajándolos con esmero hasta conseguir un fino polvo de café. Agua caliente disolviendo el café recien molido y dos ramas de incienso aromatizaron la infusión. Sólo bebimos los invitados. Un café delicioso que me mantuvo en vilo hasta las 2 de la madrugada.
Habiamos sido agasajados de acuerdo a la hospitalaria tradición etíope, lo que es todo un honor para un extraño. Larga vida, nos deseo la abuela, haciéndonos una ligera reverencia, deseo que hicimos recíproco a través de sus nietos, nuestros huéspedes en una humildísima casa. Nos acompañaron hasta la calle, donde volvieron a mantener la distancia con el hotel, mitad obligación, mitad miedo. Nos despedimos con un beso a todos ellos. See you tomorrow. Así fue, hasta aquella fria tarde-noche en la que una furgoneta blanca nos alejó, quien sabe si para siempre, físicamente de ellos, pero jamás de nuestros pensamientos. Larga vida y salud, chicos.
Ginés y yo los conocimos el primer día que salimos por los alrededores del Hotel. Ginés no habla inglés, con su español de Murcia tiene suficiente para desenvolverse en su ambiente, en su casa de la huerta y en su casa de la playa. Yo, con mi inglés de suficiente raspado de COU y forjado a base de repetir canciones del Ipod, lograba comunicarme fluidamente con ellos, quienes hablaban perfectamente inglés, lengua de escolarización en Etiopía. Aquella primera mañana, tras acompañarnos al pequeño supermercado local y servirnos de Cicerones por los suburbios de Addis, empezaron a hacerse habituales. Nunca pidieron nada. Ni siquiera aceptaban que se les diera una simple golosina, aunque para unos crios de la miseria una chocolatina era como maná caido del cielo.
Un día antes de que 39º de fiebre y una tremenda gastroenteritis me tumbara en la cama, nos habían invitado a Ginés y a mi a tomar café en su casa. En un país famoso por la calidad de su café, a los huéspedes se les agasaja con una ceremonia que culmina con la desgutación de esa bebida. A todas estas, en mi vida me había tomado un café sólo. Mientras que en mis años de Facultad los compañeros se hicieron adictos al café en el aula de la cafetería del edificio central del campus de Guajara (centro de operaciones durante horas y horas diarias), mis visitas a dicho aula se saldaban a base de bocadillos de, indistintamente, tortilla y calamares.
Antes de atardecer, nos esperaban a una distancia prudencial de la puerta del Hotel. No disimularé cierto temor inicial: eran niños, si. Pero ¿quién nos iba a garantizar que a la casa donde íbamos a acudir no nos esperarían tres armarios roperos para quitarnos hasta los calzocillos?
Apenas 30 metros de camino nos separaba de una puerta metálica que daba acceso a un pequeño y estrecho camino que desembocaba en un pequeño patio rodeado de plantas. Al frente, dos dependencias. En una de ellas, un señor veia la televisión. A nuestra derecha, una habitación de apenas 8 metros cuadrados con dos camas sucias haciendo una L en dos de sus esquinas. Allí, según nos dijeron, dormían los tres chicos de la casa (en una de las camas) y en la otra las niñas junto a su abuela. El patio me hizo recordar, por un instante, a pasajes de mi infancia, de las visitas a la casa de los primos de mi padre en Afur, un pequeño caserío del macizo de Anaga, donde las entradas a las cuevas excavadas en las paredes de la montaña están precedidas de patios llenos de plantas. Por eso, de repente, la inquietud inicial se convirtió en una extraña familiaridad.
Junto a Melat, Gare y Dani aparecieron Joale, Miguel y Abrahám. Joale era el mayor de todos, primo de los primeros. Todas las mañanas pasaba con sus libros de la escuela secundaria bajo el brazo y su sueño es ir a la universidad para convertirse en ingeniero. Los demás, en su mayoría, quieren ser médico para ayudar a su gente en el futuro. Dani me contó que ese no era su nombre real, sino que se lo había puesto en honor a su ídolo, Dani Pedrosa. Miguel rendía homenaje a un Miguel Indurain al que, posiblemente, jamás conoció sino por el relato de sus hazañas ciclistas. Era increible comprobar el conocimiento que demostraban sobre nombres de deportistas españoles y sus gestas, desde Casillas a Nadal, pasando por Lorenzo o Contador. Un país que vive loco por un futbol al que apenas tienen acceso pero que les hace evadirse de su realidad.
Melat, Gare, Dani, Joale, Miguel y Abraham desconocen cuáles son sus edades reales y cuando se les pregunta responden con una horquilla de entre 3 y 3 años de diferencia. Cuentan que los padres de Dani murieron en un accidente de tráfico pero que ella lo ignora, haciéndole creer que trabajan muy lejos de Addis y que algún día volverán. Cuentan que el señor que ve la televisión es el malvado casero que les pide 200 birs mensuales por 1 habitación.
Los invitados nos sentamos en dos pequeños taburetes de madera, inestables por lo irregular del suelo, mientras que el resto, incluida la abuela (ataviada con el atuendo habitual de la mujer etíope, de tonos ocres y marrones, cubierta de pies a cabeza), se sientan en el suelo. La previa a la degustación del café, junto con la conversación, se ameniza con la degustación de simples palomitas de maiz, una vieja tradición del país. Antes de calentar el agua en un pequeño cazo, la abuela tostaba verdes granos de café sobre una pequeña lumbre. El aroma del café tostado impregnaba todo el patio y cuando el verde se tornó en marrón oscuro Dani vertió los granos en un mortero, trabajándolos con esmero hasta conseguir un fino polvo de café. Agua caliente disolviendo el café recien molido y dos ramas de incienso aromatizaron la infusión. Sólo bebimos los invitados. Un café delicioso que me mantuvo en vilo hasta las 2 de la madrugada.
Habiamos sido agasajados de acuerdo a la hospitalaria tradición etíope, lo que es todo un honor para un extraño. Larga vida, nos deseo la abuela, haciéndonos una ligera reverencia, deseo que hicimos recíproco a través de sus nietos, nuestros huéspedes en una humildísima casa. Nos acompañaron hasta la calle, donde volvieron a mantener la distancia con el hotel, mitad obligación, mitad miedo. Nos despedimos con un beso a todos ellos. See you tomorrow. Así fue, hasta aquella fria tarde-noche en la que una furgoneta blanca nos alejó, quien sabe si para siempre, físicamente de ellos, pero jamás de nuestros pensamientos. Larga vida y salud, chicos.
1 comentario:
Oh, gran Tox, ya has vuelto al redil con más libros que nadie, bien que has aprovechado el tiempo. Pero no des mucho el coñazo con las preosaicas historias de los señores advocats. Alguien me advirtió que reaparecías. La nave bucanera vuelve a surcar los mares.
¡A la cofa de mesana! por si aparece entre el gris Gris
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