viernes, 18 de junio de 2010

La traición a Octavinsky.


Mientras caso 10 millones de españoles se apostaban frente al televisor viendo a la selección nacional de España de fútbol (ahora, eufemísticamente llamada "la roja"), servidor de ustedes se encontraba pasando consulta. El consultorio, refrigerado únicamente por un ventidor, podría ser perfectamente un decorado de "Cuéntame", aunque los miércoles por la tarde el abajo firmante tenga ganas, en ocasiones, de transformalo en el set de rodaje de "La matanza de Texas".

Suele pasar en esta jodida profesión que a) al abogado se le toma por el pito del sereno, b) al abogado no se le dice la verdad. Y así ocurrió cuando, hace más de año y medio, la doña de turno se sienta delante de la mesa de formica y me cuenta esa historia tantas veces repetida (la de la baja médica y la sorpresa del despido verbal al entregar uno de los partes médicos) que no tienes más remedio que creer para poder armar una demanda minimamente decente. Pero, oh sorpresa, el día del juicio aparecen documentos firmados de puño y letra de la trabajadora embustera que desmontan el chiringuito. Juicio perdido, recurso intentado y consecuente dada por saco del Tribunal Superior. A todo el trabajo y horas invertidas habrá que añadir, además, el esfuerzo de explicar la sentencia.

Y, asi, mientras un suizo negro le sacaba la lengua a la España que ya había ganado un Mundial sin jugarlo, la doña de turno me lanza a la cara que lo que ella pensaba es que su abogado "se había vendido a la empresa". Incrédulo le pedí que me lo repitiera y así lo hizo, reiterando que esa era su idea y que nadie se la iba a quitar. La bronca hacia ella fue momumental (ni se inmutó ante la mirada asustadiza de una niña de unos 8 años que le acompañaba) y la puse de patitas en la calle. Literalmente.

Porque la honestidad, la profesionalidad, la seriedad y la credibilidad es de lo que vivimos. Y nadie, absolutamente nadie, puede poner en cuestión eso sobre mi. Nadie. Ni lo justifico, ni lo consiento. A la puta calle y a otra cosa, mariposa.

La tarde había comenzado mal y, aplicando las leyes de Murphy, todo es susceptible de empeorar.

A Octavinsky le tengo un elemental respeto, pero una enorme simpatía personal. Es de esa minúscula casta de abogados que no lo son, sino que trabajan de. Un rayo de sol el nublado panorama de la mediocridad general en el que buscar calor cuando las horas pasan perdidas en el tanatorio de lo social. Con él, el día antes, había quedado que, por mis cojones, el tema que teníamos en común lo conciliariamos, simple y llanamente porque no hacerlo era un insulto al sentido común y a la inteligencia. Pero, claro, no se pueden pedir peras a un olmo, ni sentido común a los descerebrados. "Esto lo arreglamos, seguro. No lleves a tu gente y si hay problemas, suspendemos". Pacto entre caballeros.

La mañana en la que los periódicos deportivos se tiraban de los pelos por la derrota de la tarde anterior comparece el interesado acompañado, para sorpresa mía, de toda la panda de sujetos habituales que consideran que acompañando al "compañero-camarada" harán más fuerza y tendrán más razón. Algún día hablaré de la especie sindical, género de los gañanes. En fin, que se le explica la oferta de la empresa, se le hace una recomendación en orden a la dificultad del asunto ya que los argumentos de defensa "no cuelan". Ni acuerdo, ni suspensión. Aquí hemos venido a jugar y si nos llevamos la Ruperta, mala suerte, como decían en el "1, 2, 3".

"Sólo queremos que el abogado no se venda y no estoy seguro que no lo hagas", soltó, más o menos, el cabecilla de la gañanía, cmpareciente mientras marcaba en su móvil y mantenía una breve pero acalorada conversación con su interlocutor.

Di unos pasos, tragué saliva y descolgué el teléfono a 40 minutos de la vista. "Octavisnky....quiere celebrar. Lo siento." Un abogado acorralado por una encerrona que le impide aconsejar a su cliente lo mejor y más conveniente para sus intereses. Lo peor de cada casa convenciéndolo para llegar hasta el final: coomo jugar a la ruleta con dinero ajeno.

Con el paso de los minutos detecté tranquilidad y alguna que otra sonrisa cómplice por parte del cabecilla del grupeto. De enfado monumental y acusación velada de venta, a brazo sobre mis hombros. "Tengo que pedirte disculpas", me dijo. "Tranquilo, los nervios nos llevan a estas cosas", contesté en la creencia de que se disculpaba por la acusación. Tras un largo silencio y mirada clavada en mis pupilas, confesó la razón de su perdón: la airada conversación telefónica la había tenido a quien me paga, reclamándole que me apartara del caso por el simple hecho de haberle trasmitido una oferta de conciliación y mi recomendación respecto a ella. Hijo de puta. No le basta con jugar con el dinero de su "compañero-camarada", sino que además se atreve a jugar con la honorabilidad y la comida de un profesional. Al más puro estilo pinillesco, vaya.

Disculpas y más disculpas. Antes y después del juicio que nunca debió ser. Me sentía mal, no por el episodio gañan, sino por mi traición forzada por la encerrona hacia el compañero. "Lo siento, me encuentro mal por lo que está pasando", le confesé fuera de la vista del público. "Si estás mal por esto, olvídalo", respondió con mano a mi hombro derecho. Me juró por John Lennon (que estás en los cielos, santificado sea tu nombre) que no estaba molesto conmigo. Y a quienes juran por Dios hay que creerles a pies juntillas.

Cuatro horas más tarde recibí la llamada de una señora que buscaba un abogado "de los que no se venden". Váyase a la mierda, señora.

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