Con las tres horas de retraso en el horario de salida se produjo el inevitable retraso de tres horas en el horario de salida del vuelo de Turkish Airlines Estambul-Madrid, lo que provocó un caos. Descendiendo de la escalerilla del avión nos encontramos con una marabunta de personas desorientadas entrando por las puertas de la terminal de llegadas intentando descubrir dónde debían enlazar con su destino definitivo. Sólo dos empeadas del aeropuerto en las puertas para señalizar, o al menos intentar hacerlo, a los cientos de pasajeros.
"¡Madrid, Madrid!", le grité desaforado a una de ellas, quien me señaló la puerta tras la cual, de manera inmediata, estaba el arco de seguridad y control de pasaportes. Con niños en los brazos, bolsos de mano y un cansancio infrahumano, hicimos cola para pasar por un control tan desorganizado como se presume a un país como Turquía. De ahí, una breve carrera nos llevó a la mesa de embarque.
- "Nos falta la tarjeta de embarque del bebé. En Addis me dijeron que aquí nos lo arreglarían para poder volver a Madrid", le expliqué a la turca en un inglés macarrónico pero efectivo.
- "Eso no puede ser", me respondió mientras en la puerta que quedaba a nuestra izquierda veíamos como la guagua con dirección a la escalerilla del avión empezaba a llenarse.
- "Pues el bebé no puede quedarse aquí solo". Consciente de la situación, la empleada turca emborronó a bolígrafo el nombre del niño sobre la tarjeta de embarque del otro. Niños llorando, todo por el suelo una vez entramos en la guagua. Todo ocurrió en los cinco minutos, quizás incluso menos, más agobiantes de mi vida. Respiro porque, al final, podíamos volver a España.
Otro vuelo, otra maniobra de despegue con niño subido al sillón del avión sin cinturón, otras cinco horas sin apenas probar bocado y sin descansar. Ni siquiera el avión hinchable y el pequeño azul de juguete que una azafata se apresuró a darles a ambos niños fue suficiente. Uno dormía sobre el regazo de la madre (que cargó sus, por aquel entonces, malnutridos 9 kilos durante 10 horas seguidas de vuelo). El otro seguía con sus llantos. Ni siquiera la visión de la interminable Estambul desde el aire servía para apaciguar ánimo alguno.
Sólo la visión del mapa que mostraban las pantallas del avión, tras poner alguna que otra película infumable, hacía que sintieramos alivio al sabernos cada vez más cerca de casa. Así, tras cinco horas, llegábamos los cuatro a Madrid, penúltima parada tras casi 15 horas ininterrumpidas de viaje.
"¡Madrid, Madrid!", le grité desaforado a una de ellas, quien me señaló la puerta tras la cual, de manera inmediata, estaba el arco de seguridad y control de pasaportes. Con niños en los brazos, bolsos de mano y un cansancio infrahumano, hicimos cola para pasar por un control tan desorganizado como se presume a un país como Turquía. De ahí, una breve carrera nos llevó a la mesa de embarque.
- "Nos falta la tarjeta de embarque del bebé. En Addis me dijeron que aquí nos lo arreglarían para poder volver a Madrid", le expliqué a la turca en un inglés macarrónico pero efectivo.
- "Eso no puede ser", me respondió mientras en la puerta que quedaba a nuestra izquierda veíamos como la guagua con dirección a la escalerilla del avión empezaba a llenarse.
- "Pues el bebé no puede quedarse aquí solo". Consciente de la situación, la empleada turca emborronó a bolígrafo el nombre del niño sobre la tarjeta de embarque del otro. Niños llorando, todo por el suelo una vez entramos en la guagua. Todo ocurrió en los cinco minutos, quizás incluso menos, más agobiantes de mi vida. Respiro porque, al final, podíamos volver a España.
Otro vuelo, otra maniobra de despegue con niño subido al sillón del avión sin cinturón, otras cinco horas sin apenas probar bocado y sin descansar. Ni siquiera el avión hinchable y el pequeño azul de juguete que una azafata se apresuró a darles a ambos niños fue suficiente. Uno dormía sobre el regazo de la madre (que cargó sus, por aquel entonces, malnutridos 9 kilos durante 10 horas seguidas de vuelo). El otro seguía con sus llantos. Ni siquiera la visión de la interminable Estambul desde el aire servía para apaciguar ánimo alguno.
Sólo la visión del mapa que mostraban las pantallas del avión, tras poner alguna que otra película infumable, hacía que sintieramos alivio al sabernos cada vez más cerca de casa. Así, tras cinco horas, llegábamos los cuatro a Madrid, penúltima parada tras casi 15 horas ininterrumpidas de viaje.
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