domingo, 8 de agosto de 2010

El regreso (Addis Abeba-Estambul)

El vuelo de Air Berlín procedente de Düsseldorf que traía a mi familia política alemana aterrizó con seis minutos de adelanto sobre el horario previsto, hecho curioso y hasta sorprendente si tenemos en cuenta que la totalidad de los vuelos nacionales (salvo los insulares) se anunciaban en las pantallas de Los Rodeos como "retrasado/delayed". Cosas de los controladores aéreos, será. Desde la noche del 21 de diciembre del año pasado no pisaba un aeropuerto y, claro, resultó inevitable que algunas imágenes y sensaciones me rondaran ese rato.

El regreso desde Addis a Madrid sólo podría calificarse como de calamitoso. De entrada, costó llegar al aeropuerto, pues una presunta comitiva presidencial etíope paralizó todo el tráfico de la zona a dos horas de la hora prevista de embarque. Tras hacer las gestiones de facturación, tocaba esperar a que en las pantallas se citase a los pasajeros con destino Estambul. Para nuestra desesperación eso no ocurría y sólo podíamos esperar sentados o dando vueltas circulares a la zona comercial de la terminal de salidas.

-"¿Y tu qué coño estás mirando?". Un fulano con pinta de despistado se había parado delante de un abajo firmante en plena exasperación furiosa que le había valido una ligera nalgada a su "recién nacido" hijo mayor. El tipo ponía cara de desaprobación ante mi actitud.

-"¿Qué pasa, que no se puede mirar o qué?", contestó el fulano.

Ya es mala suerte. A no sé cuántos kilómetros de España y el único tio al que le dices algo en un tono asalvajado en un aeropuerto del tercer mundo es español. "No, no se puede mirar", le contesté en mi momento de furia. "Vete a tomar por saco", mascullé: este si que me entendía, así que mejor evitar que me escuchase eso.

Sin contar las tres horas de retraso en el horario de salida desde la capital africana, con sus consecuentes tres horas de literal secuestro de nuestros pasaportes por parte de un "amable" empleado de Ethopian Airlines por culpa de una tarjeta de embarque no expedida, las cinco horas de vuelo hasta Estambul transcurrieron en medio de llantos, intranquilidad y muchísimo cansancio. Es de entender que un niño perfectamente consciente de lo que pasa a su alrededor esté en un estado de nervios generalizado cuando dos aún desconocidos lo suben a un recinto cerrado lleno de gente, le ponen un cinturón que lo ata a una silla y de donde no se puede (o debe) mover durante horas. Sin embargo, no sólo no paró durante horas, sino que el vuelo fue un continuo va y bien al incomodísimo baño del avión, evitando los golpes con sus pies en las cabezas del resto del pasaje y despertando con sus gritos a quienes intentaban dormir a esas horas de la madrugada. Sólo limpiar la zona de tres asientos contiguos que ocupábamos debió necesitar una cuadrilla completa.

Pero todo era susceptible de empeorar, claro que si.

Viajábamos sin la tarjeta de embarque de uno de los niños. Ni se dieron cuenta en la mesa de facturación del ruinoso Bole International Airport de Addis Abeba, ni me dí cuenta yo, con la neurona funcionando a un cuarto de su ya más que mermada capacidad operativa normal. Con todo y con eso, dos minutos antes de embarcar nos dieron los pasaportes y nos permitieron entrar con la falta de esa tarjeta.

- "No se preocupe", me dijo sonriente el secuestrador de pasaportes, "en el aeropuerto de Estambul le darán una tarjeta para el niño sin problema".

Como este no me entendía, no había riesgo: no me costó nada mandarlo a la mierda en un perfeco y fluído español.

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