Este blog es la trepidante aventura de un hombre que no existe en un mundo lleno de peligros. El abajo firmante, un joven solitario embarcado en una cruzada para salvar la causa de los inocentes, los indefensos, los débiles, dentro de un mundo de criminales que operan al margen de la ley...
domingo, 29 de agosto de 2010
viernes, 13 de agosto de 2010
martes, 10 de agosto de 2010
El regreso (Madrid-Tenerife).
Sería sobre la una de la tarde cuando aterrizamos en Barajas. Pisar Madrid fue como llegar a tierra santa. De Madrid al cielo, dicen con razón, al menos en este caso. Aunque aquella tierra que parecía santa se convirtió en un pequeño infierno.
Primero había que pasar el control de pasaporte de viajeros no pertenecientes a la Unión Europea. Se hacía raro, siendo españoles y con nuestro pasaporte y DNI en la mano, tener que hacer cola con el resto de extranjeros no comunitarios pero, claro, es lo que tiene viajar con dos aún etíopes de nacionalidad, lo que nos costó algunos minutos de espera, dulcificada por la presencia y las palabras de aquella pareja de maduros futboleros argentinos con los que compartiamos viaje de ida a Estambul y regreso desde la misma ciudad. Se hace raro rellenar la ficha de entrada a España y mostrar el pasaporte como un extranjero en su propio país.
En la cinta de recogida de equipajes llegó la primera noticia desagradable. Las dos maletas, la azul y la negra, compradas ex profeso para el viaje, no llegaban. Ya la azul había pasado por el trámite de su pérdida temporal en Addis Abeba aunque finalmente terminaría apareciendo a los tres o cuatro días de nuestra llegada. Esta vez, sin embargo, no aparecieron. Un par de semananas después, la azul, otra vez la azul, apareció en una esquina del aeropuerto de Los Rodeos. La otra nunca apareció, curiosamente la que contenía las cosas de mayor valor. A estas alturas aún no sabemos si se quedó en Estambul o si disfruta del DVD portatil, las películas, la plancha del pelo y la ropa algún maletero con domicilio en el cinturón industrial de Madrid.
Tras interponer la correspondiente reclamación en la ventanilla, junto con nuestros compañeros de viaje, a los que también perdieron parte de su equipaje, los acompañamos hasta la puerta de salida, donde iban a buscar ese coche que once días antes habían dejado aparcado y que los trasladaría a su Murcia de residencia. Aquel momento de la despedida resultó tremendamente conmovedor. Durante todo el viaje, vuelos, esperas, estancias, comidas, paseos, risas, nos hicimos inseparables. Las lágrimas emocionadas fueron inevitables con los abrazos y los besos. Hoy aquella niña Lensa, ahora Victoria, vive feliz con sus padres adoptivos Ginés y María José.
Así, después de once días, llegó el momento de encontrarnos sólos. Un carro de esos de cargar maletas llevaba nuestro único y salvador bolso de mano, al mayor de los dos niños y un montón de ansiedad. El otro, como siempre, apretado contra el pecho de la madre. No quería que yo lo cogiese, casi que ni me acercara. Hoy no se despega de ninguno de los dos. Un vistazo en internet y a las pantallas del aeropuerto sirvió para comprobar que la vuelta a casa sólo era posible en tres opciones: o con ese vuelo que salía en 25 minutos y que, por tanto, era humanamente imposible de contratar; o con aquel otro que salía en apenas una hora, pero cuyas plazas estaban todas compradas; o la última opción, que partía desde tierras peninsulares a las 19:25, operado por Air Europa. Quedaban plazas libres y casi tres horas para que partiese, así que era la mejor (la única, más bien) posibilidad de regresar.
Recuerdo un simulacro de almuerzo en uno de los bares de Barajas, esos en los que te tienes que servir pero que pagas como si tuvieses una pléyade de camareros a tu disposición. Niño en un brazo, bandeja en la otra. Bocadillos de tortilla, botella de agua, batido de chocolate, compota de fruta y seguramente algo más. Nuestra primera comida en casi 24 horas que devoramos más por obligación que por ganas reales de comer. De ahí a la búsqueda de los billetes.
No pudimos cerrar el vuelo de regreso Madrid-Tenerife antes de hacer el viaje de ida. Apenas pasaron 30 horas desde que recibimos la llamada diciéndonos que viajabamos el sábado siguiente sin fecha cierta de regreso. Lo cierto que es debíamos haber regresado un par de días después, incluso con riesgo de pasar al menos la Nochebuena en Addis, pero una gestión de nuestro compañero de viaje a cambio de no montar un numerito por el hotel asignado en primer momento nos sirvió para que los trámites se agilizaran y salieramos de allí antes de lo previsto. Así que la única solución era la de improvisar sobre la marcha el vuelo a Tenerife, el cual tampoco nos atrevimos a hacer por internet en Etiopia a riesgo de perder el vuelo y el dinero por aquello de los retrasos y las conexiones aéreas.
Seguramente, la mayor de las sonrisas que esbocé aquel día fue a la empleada de Air Europa que estaba detrás del mostrador. Era la viva imagen de la cumplida necesidad de volver a casa, como si llevara tatuado en la frente "conmigo viajarás a Tenerife". Cuatro pasajes, dos adultos, dos niños. Último problema del día: los niños no pueden viajar como residentes canarios. La única documentación que tenemos es el pasaporte etíope con un visado temporal de entrada a España. Los padres pueden ser de Canarias, vivir en Canarias y llevarse los niños a Canarias, pero para las compañias aéreas sólo acredita la condición de residente el carnet de identidad o el certificado de residencia. Sólo el coste de los dos pasajes de los niños (supuestamente tasas aeroportuarias e impuestos) costaron tanto dinero como los dos billetes adultos. Los quinientos y pico euros más satisfactoriamente gastados de nuestras vidas.
Otra hora y algo de retraso de nuevo antes de coger el último avión. Más relajados y menos caóticos, agotados los cuatro, el viaje fue una balsa de aceite comparado con los dos anteriores. "Señores pasajeros, en breves minutos tomaremos tierra en el Aeropuerto Tenerife Norte", sonaron los altavoces mientras que por las ventanas se atisbaban las primeras luces artificiales de Santa Cruz. El puerto, el estadio, la autopista, los centros comerciales, Geneto, Los Rodeos. Tierra.
Íbamos ligerísimos de equipaje, pero lo suficientemente previsores. En el bolso de mano, algunos pañales, compotas, pañuelos, toallitas higiénicas y las dos camisetas del Tenerife que les había comprado a los niños poco después de conocer que nos los habian asignado. Era una especie de promesa: cuando pisen Tenerife por primera vez lo harán vestidos del Tenerife. Las cosas de tener un padre futbolero. Hoy, los dos ya son abonados.
Antes de bajar por las escaleras que nos llevaban a la zona de cintas, en la que no paramos, les pusimos las camisetas sobre la ropa que llevaban. Durante el viaje soñábamos cómo sería el recibimiento, quién habría ido, qué sorpresa nos tendrían reservada. Justo antes de salir, justo terminando de bajar las escaleras, en ese momento en el que la puerta de abre por el paso de otros pasajeros, eché un vistazo al exterior. "La que hay montada ahí fuera", dije.
Una pancarta de papel marrón, pintada de colores, y muchos globos nos daban la bienvenida a los cuatro en la barra plateada que separa a los que esperan de los esperados. Padres, madres, hermanos, sobrinas. Gritos y lágrimas de alegría. En este momento sería absurdo poder describir lo indescriptible. Un momento único de sensaciones irrepetibles. El sueño ya estaba aquí. Nosotros respirabamos aliviados después de once días a miles de kilómetros de casa y de casi 24 horas de viaje. Los nuestros lo hacían por vernos sanos y salvos, felices con sus dos nuevos nietos/primos/sobrinos. Los nuevos Alonso. Los nuevos Báez. Los Alonso Báez comenzaban su vida.
Primero había que pasar el control de pasaporte de viajeros no pertenecientes a la Unión Europea. Se hacía raro, siendo españoles y con nuestro pasaporte y DNI en la mano, tener que hacer cola con el resto de extranjeros no comunitarios pero, claro, es lo que tiene viajar con dos aún etíopes de nacionalidad, lo que nos costó algunos minutos de espera, dulcificada por la presencia y las palabras de aquella pareja de maduros futboleros argentinos con los que compartiamos viaje de ida a Estambul y regreso desde la misma ciudad. Se hace raro rellenar la ficha de entrada a España y mostrar el pasaporte como un extranjero en su propio país.
En la cinta de recogida de equipajes llegó la primera noticia desagradable. Las dos maletas, la azul y la negra, compradas ex profeso para el viaje, no llegaban. Ya la azul había pasado por el trámite de su pérdida temporal en Addis Abeba aunque finalmente terminaría apareciendo a los tres o cuatro días de nuestra llegada. Esta vez, sin embargo, no aparecieron. Un par de semananas después, la azul, otra vez la azul, apareció en una esquina del aeropuerto de Los Rodeos. La otra nunca apareció, curiosamente la que contenía las cosas de mayor valor. A estas alturas aún no sabemos si se quedó en Estambul o si disfruta del DVD portatil, las películas, la plancha del pelo y la ropa algún maletero con domicilio en el cinturón industrial de Madrid.
Tras interponer la correspondiente reclamación en la ventanilla, junto con nuestros compañeros de viaje, a los que también perdieron parte de su equipaje, los acompañamos hasta la puerta de salida, donde iban a buscar ese coche que once días antes habían dejado aparcado y que los trasladaría a su Murcia de residencia. Aquel momento de la despedida resultó tremendamente conmovedor. Durante todo el viaje, vuelos, esperas, estancias, comidas, paseos, risas, nos hicimos inseparables. Las lágrimas emocionadas fueron inevitables con los abrazos y los besos. Hoy aquella niña Lensa, ahora Victoria, vive feliz con sus padres adoptivos Ginés y María José.
Así, después de once días, llegó el momento de encontrarnos sólos. Un carro de esos de cargar maletas llevaba nuestro único y salvador bolso de mano, al mayor de los dos niños y un montón de ansiedad. El otro, como siempre, apretado contra el pecho de la madre. No quería que yo lo cogiese, casi que ni me acercara. Hoy no se despega de ninguno de los dos. Un vistazo en internet y a las pantallas del aeropuerto sirvió para comprobar que la vuelta a casa sólo era posible en tres opciones: o con ese vuelo que salía en 25 minutos y que, por tanto, era humanamente imposible de contratar; o con aquel otro que salía en apenas una hora, pero cuyas plazas estaban todas compradas; o la última opción, que partía desde tierras peninsulares a las 19:25, operado por Air Europa. Quedaban plazas libres y casi tres horas para que partiese, así que era la mejor (la única, más bien) posibilidad de regresar.
Recuerdo un simulacro de almuerzo en uno de los bares de Barajas, esos en los que te tienes que servir pero que pagas como si tuvieses una pléyade de camareros a tu disposición. Niño en un brazo, bandeja en la otra. Bocadillos de tortilla, botella de agua, batido de chocolate, compota de fruta y seguramente algo más. Nuestra primera comida en casi 24 horas que devoramos más por obligación que por ganas reales de comer. De ahí a la búsqueda de los billetes.
No pudimos cerrar el vuelo de regreso Madrid-Tenerife antes de hacer el viaje de ida. Apenas pasaron 30 horas desde que recibimos la llamada diciéndonos que viajabamos el sábado siguiente sin fecha cierta de regreso. Lo cierto que es debíamos haber regresado un par de días después, incluso con riesgo de pasar al menos la Nochebuena en Addis, pero una gestión de nuestro compañero de viaje a cambio de no montar un numerito por el hotel asignado en primer momento nos sirvió para que los trámites se agilizaran y salieramos de allí antes de lo previsto. Así que la única solución era la de improvisar sobre la marcha el vuelo a Tenerife, el cual tampoco nos atrevimos a hacer por internet en Etiopia a riesgo de perder el vuelo y el dinero por aquello de los retrasos y las conexiones aéreas.
Seguramente, la mayor de las sonrisas que esbocé aquel día fue a la empleada de Air Europa que estaba detrás del mostrador. Era la viva imagen de la cumplida necesidad de volver a casa, como si llevara tatuado en la frente "conmigo viajarás a Tenerife". Cuatro pasajes, dos adultos, dos niños. Último problema del día: los niños no pueden viajar como residentes canarios. La única documentación que tenemos es el pasaporte etíope con un visado temporal de entrada a España. Los padres pueden ser de Canarias, vivir en Canarias y llevarse los niños a Canarias, pero para las compañias aéreas sólo acredita la condición de residente el carnet de identidad o el certificado de residencia. Sólo el coste de los dos pasajes de los niños (supuestamente tasas aeroportuarias e impuestos) costaron tanto dinero como los dos billetes adultos. Los quinientos y pico euros más satisfactoriamente gastados de nuestras vidas.
Otra hora y algo de retraso de nuevo antes de coger el último avión. Más relajados y menos caóticos, agotados los cuatro, el viaje fue una balsa de aceite comparado con los dos anteriores. "Señores pasajeros, en breves minutos tomaremos tierra en el Aeropuerto Tenerife Norte", sonaron los altavoces mientras que por las ventanas se atisbaban las primeras luces artificiales de Santa Cruz. El puerto, el estadio, la autopista, los centros comerciales, Geneto, Los Rodeos. Tierra.
Íbamos ligerísimos de equipaje, pero lo suficientemente previsores. En el bolso de mano, algunos pañales, compotas, pañuelos, toallitas higiénicas y las dos camisetas del Tenerife que les había comprado a los niños poco después de conocer que nos los habian asignado. Era una especie de promesa: cuando pisen Tenerife por primera vez lo harán vestidos del Tenerife. Las cosas de tener un padre futbolero. Hoy, los dos ya son abonados.
Antes de bajar por las escaleras que nos llevaban a la zona de cintas, en la que no paramos, les pusimos las camisetas sobre la ropa que llevaban. Durante el viaje soñábamos cómo sería el recibimiento, quién habría ido, qué sorpresa nos tendrían reservada. Justo antes de salir, justo terminando de bajar las escaleras, en ese momento en el que la puerta de abre por el paso de otros pasajeros, eché un vistazo al exterior. "La que hay montada ahí fuera", dije.
Una pancarta de papel marrón, pintada de colores, y muchos globos nos daban la bienvenida a los cuatro en la barra plateada que separa a los que esperan de los esperados. Padres, madres, hermanos, sobrinas. Gritos y lágrimas de alegría. En este momento sería absurdo poder describir lo indescriptible. Un momento único de sensaciones irrepetibles. El sueño ya estaba aquí. Nosotros respirabamos aliviados después de once días a miles de kilómetros de casa y de casi 24 horas de viaje. Los nuestros lo hacían por vernos sanos y salvos, felices con sus dos nuevos nietos/primos/sobrinos. Los nuevos Alonso. Los nuevos Báez. Los Alonso Báez comenzaban su vida.
lunes, 9 de agosto de 2010
El regreso (Estambul-Madrid)
Con las tres horas de retraso en el horario de salida se produjo el inevitable retraso de tres horas en el horario de salida del vuelo de Turkish Airlines Estambul-Madrid, lo que provocó un caos. Descendiendo de la escalerilla del avión nos encontramos con una marabunta de personas desorientadas entrando por las puertas de la terminal de llegadas intentando descubrir dónde debían enlazar con su destino definitivo. Sólo dos empeadas del aeropuerto en las puertas para señalizar, o al menos intentar hacerlo, a los cientos de pasajeros.
"¡Madrid, Madrid!", le grité desaforado a una de ellas, quien me señaló la puerta tras la cual, de manera inmediata, estaba el arco de seguridad y control de pasaportes. Con niños en los brazos, bolsos de mano y un cansancio infrahumano, hicimos cola para pasar por un control tan desorganizado como se presume a un país como Turquía. De ahí, una breve carrera nos llevó a la mesa de embarque.
- "Nos falta la tarjeta de embarque del bebé. En Addis me dijeron que aquí nos lo arreglarían para poder volver a Madrid", le expliqué a la turca en un inglés macarrónico pero efectivo.
- "Eso no puede ser", me respondió mientras en la puerta que quedaba a nuestra izquierda veíamos como la guagua con dirección a la escalerilla del avión empezaba a llenarse.
- "Pues el bebé no puede quedarse aquí solo". Consciente de la situación, la empleada turca emborronó a bolígrafo el nombre del niño sobre la tarjeta de embarque del otro. Niños llorando, todo por el suelo una vez entramos en la guagua. Todo ocurrió en los cinco minutos, quizás incluso menos, más agobiantes de mi vida. Respiro porque, al final, podíamos volver a España.
Otro vuelo, otra maniobra de despegue con niño subido al sillón del avión sin cinturón, otras cinco horas sin apenas probar bocado y sin descansar. Ni siquiera el avión hinchable y el pequeño azul de juguete que una azafata se apresuró a darles a ambos niños fue suficiente. Uno dormía sobre el regazo de la madre (que cargó sus, por aquel entonces, malnutridos 9 kilos durante 10 horas seguidas de vuelo). El otro seguía con sus llantos. Ni siquiera la visión de la interminable Estambul desde el aire servía para apaciguar ánimo alguno.
Sólo la visión del mapa que mostraban las pantallas del avión, tras poner alguna que otra película infumable, hacía que sintieramos alivio al sabernos cada vez más cerca de casa. Así, tras cinco horas, llegábamos los cuatro a Madrid, penúltima parada tras casi 15 horas ininterrumpidas de viaje.
"¡Madrid, Madrid!", le grité desaforado a una de ellas, quien me señaló la puerta tras la cual, de manera inmediata, estaba el arco de seguridad y control de pasaportes. Con niños en los brazos, bolsos de mano y un cansancio infrahumano, hicimos cola para pasar por un control tan desorganizado como se presume a un país como Turquía. De ahí, una breve carrera nos llevó a la mesa de embarque.
- "Nos falta la tarjeta de embarque del bebé. En Addis me dijeron que aquí nos lo arreglarían para poder volver a Madrid", le expliqué a la turca en un inglés macarrónico pero efectivo.
- "Eso no puede ser", me respondió mientras en la puerta que quedaba a nuestra izquierda veíamos como la guagua con dirección a la escalerilla del avión empezaba a llenarse.
- "Pues el bebé no puede quedarse aquí solo". Consciente de la situación, la empleada turca emborronó a bolígrafo el nombre del niño sobre la tarjeta de embarque del otro. Niños llorando, todo por el suelo una vez entramos en la guagua. Todo ocurrió en los cinco minutos, quizás incluso menos, más agobiantes de mi vida. Respiro porque, al final, podíamos volver a España.
Otro vuelo, otra maniobra de despegue con niño subido al sillón del avión sin cinturón, otras cinco horas sin apenas probar bocado y sin descansar. Ni siquiera el avión hinchable y el pequeño azul de juguete que una azafata se apresuró a darles a ambos niños fue suficiente. Uno dormía sobre el regazo de la madre (que cargó sus, por aquel entonces, malnutridos 9 kilos durante 10 horas seguidas de vuelo). El otro seguía con sus llantos. Ni siquiera la visión de la interminable Estambul desde el aire servía para apaciguar ánimo alguno.
Sólo la visión del mapa que mostraban las pantallas del avión, tras poner alguna que otra película infumable, hacía que sintieramos alivio al sabernos cada vez más cerca de casa. Así, tras cinco horas, llegábamos los cuatro a Madrid, penúltima parada tras casi 15 horas ininterrumpidas de viaje.
domingo, 8 de agosto de 2010
El regreso (Addis Abeba-Estambul)
El vuelo de Air Berlín procedente de Düsseldorf que traía a mi familia política alemana aterrizó con seis minutos de adelanto sobre el horario previsto, hecho curioso y hasta sorprendente si tenemos en cuenta que la totalidad de los vuelos nacionales (salvo los insulares) se anunciaban en las pantallas de Los Rodeos como "retrasado/delayed". Cosas de los controladores aéreos, será. Desde la noche del 21 de diciembre del año pasado no pisaba un aeropuerto y, claro, resultó inevitable que algunas imágenes y sensaciones me rondaran ese rato.
El regreso desde Addis a Madrid sólo podría calificarse como de calamitoso. De entrada, costó llegar al aeropuerto, pues una presunta comitiva presidencial etíope paralizó todo el tráfico de la zona a dos horas de la hora prevista de embarque. Tras hacer las gestiones de facturación, tocaba esperar a que en las pantallas se citase a los pasajeros con destino Estambul. Para nuestra desesperación eso no ocurría y sólo podíamos esperar sentados o dando vueltas circulares a la zona comercial de la terminal de salidas.
-"¿Y tu qué coño estás mirando?". Un fulano con pinta de despistado se había parado delante de un abajo firmante en plena exasperación furiosa que le había valido una ligera nalgada a su "recién nacido" hijo mayor. El tipo ponía cara de desaprobación ante mi actitud.
-"¿Qué pasa, que no se puede mirar o qué?", contestó el fulano.
Ya es mala suerte. A no sé cuántos kilómetros de España y el único tio al que le dices algo en un tono asalvajado en un aeropuerto del tercer mundo es español. "No, no se puede mirar", le contesté en mi momento de furia. "Vete a tomar por saco", mascullé: este si que me entendía, así que mejor evitar que me escuchase eso.
Sin contar las tres horas de retraso en el horario de salida desde la capital africana, con sus consecuentes tres horas de literal secuestro de nuestros pasaportes por parte de un "amable" empleado de Ethopian Airlines por culpa de una tarjeta de embarque no expedida, las cinco horas de vuelo hasta Estambul transcurrieron en medio de llantos, intranquilidad y muchísimo cansancio. Es de entender que un niño perfectamente consciente de lo que pasa a su alrededor esté en un estado de nervios generalizado cuando dos aún desconocidos lo suben a un recinto cerrado lleno de gente, le ponen un cinturón que lo ata a una silla y de donde no se puede (o debe) mover durante horas. Sin embargo, no sólo no paró durante horas, sino que el vuelo fue un continuo va y bien al incomodísimo baño del avión, evitando los golpes con sus pies en las cabezas del resto del pasaje y despertando con sus gritos a quienes intentaban dormir a esas horas de la madrugada. Sólo limpiar la zona de tres asientos contiguos que ocupábamos debió necesitar una cuadrilla completa.
Pero todo era susceptible de empeorar, claro que si.
Viajábamos sin la tarjeta de embarque de uno de los niños. Ni se dieron cuenta en la mesa de facturación del ruinoso Bole International Airport de Addis Abeba, ni me dí cuenta yo, con la neurona funcionando a un cuarto de su ya más que mermada capacidad operativa normal. Con todo y con eso, dos minutos antes de embarcar nos dieron los pasaportes y nos permitieron entrar con la falta de esa tarjeta.
- "No se preocupe", me dijo sonriente el secuestrador de pasaportes, "en el aeropuerto de Estambul le darán una tarjeta para el niño sin problema".
Como este no me entendía, no había riesgo: no me costó nada mandarlo a la mierda en un perfeco y fluído español.
El regreso desde Addis a Madrid sólo podría calificarse como de calamitoso. De entrada, costó llegar al aeropuerto, pues una presunta comitiva presidencial etíope paralizó todo el tráfico de la zona a dos horas de la hora prevista de embarque. Tras hacer las gestiones de facturación, tocaba esperar a que en las pantallas se citase a los pasajeros con destino Estambul. Para nuestra desesperación eso no ocurría y sólo podíamos esperar sentados o dando vueltas circulares a la zona comercial de la terminal de salidas.
-"¿Y tu qué coño estás mirando?". Un fulano con pinta de despistado se había parado delante de un abajo firmante en plena exasperación furiosa que le había valido una ligera nalgada a su "recién nacido" hijo mayor. El tipo ponía cara de desaprobación ante mi actitud.
-"¿Qué pasa, que no se puede mirar o qué?", contestó el fulano.
Ya es mala suerte. A no sé cuántos kilómetros de España y el único tio al que le dices algo en un tono asalvajado en un aeropuerto del tercer mundo es español. "No, no se puede mirar", le contesté en mi momento de furia. "Vete a tomar por saco", mascullé: este si que me entendía, así que mejor evitar que me escuchase eso.
Sin contar las tres horas de retraso en el horario de salida desde la capital africana, con sus consecuentes tres horas de literal secuestro de nuestros pasaportes por parte de un "amable" empleado de Ethopian Airlines por culpa de una tarjeta de embarque no expedida, las cinco horas de vuelo hasta Estambul transcurrieron en medio de llantos, intranquilidad y muchísimo cansancio. Es de entender que un niño perfectamente consciente de lo que pasa a su alrededor esté en un estado de nervios generalizado cuando dos aún desconocidos lo suben a un recinto cerrado lleno de gente, le ponen un cinturón que lo ata a una silla y de donde no se puede (o debe) mover durante horas. Sin embargo, no sólo no paró durante horas, sino que el vuelo fue un continuo va y bien al incomodísimo baño del avión, evitando los golpes con sus pies en las cabezas del resto del pasaje y despertando con sus gritos a quienes intentaban dormir a esas horas de la madrugada. Sólo limpiar la zona de tres asientos contiguos que ocupábamos debió necesitar una cuadrilla completa.
Pero todo era susceptible de empeorar, claro que si.
Viajábamos sin la tarjeta de embarque de uno de los niños. Ni se dieron cuenta en la mesa de facturación del ruinoso Bole International Airport de Addis Abeba, ni me dí cuenta yo, con la neurona funcionando a un cuarto de su ya más que mermada capacidad operativa normal. Con todo y con eso, dos minutos antes de embarcar nos dieron los pasaportes y nos permitieron entrar con la falta de esa tarjeta.
- "No se preocupe", me dijo sonriente el secuestrador de pasaportes, "en el aeropuerto de Estambul le darán una tarjeta para el niño sin problema".
Como este no me entendía, no había riesgo: no me costó nada mandarlo a la mierda en un perfeco y fluído español.
lunes, 2 de agosto de 2010
Un lunes al sol.
Si no hubiese sido por el pequeño detalle de la paternidad casi repentina a finales de diciembre, releyendo este blog juraría que nada habría cambiado en mi vida en los últimos 12 meses. Ya había amagado con cerrar el blog (lo que hice a medias hace dos pares de meses), ya estaba hasta los huevos de los asuntos profesionales, sentía el mismo desprecio por las mismas personas, la misma desazón en el tanatoio y hasta el relato del último día de consultas pre-vacacionales de 2009 es casi clavado al del último día de 2010. Releerse es de lo peor que le puede pasar a uno, sobre todo cuando no te acuerdas el porqué de aquella entrada: he encontrado textos en plan qué-misterioso-soy-que-juego-a-dar-pistas que, leídas más de 12 meses más tarde, ni siquiera recuerdo a qué o, más bien, a quién iban dirigidas. Si no me entero yo, que será de los cuatro gatos que se paan por aquí.
Hoy ha sido un lunes extraño. Extraño pero tremendamente deseado. Esta mañana no sonó el despertador, con independencia de que se me despertará, como cada día desde hace 7 meses, a las 07:30. Las camas no quedaron sin hacer, ni la loza de la noche anterior sin lavar. No existió ese carrito con niños cargado corriendo por la calle, ni la posterior carrera hacia el tranvía. Ni tanatorio, ni funcionarios, ni teléfono, ni abogados, ni problemas ajenos, ni almuerzo a velocidad supersónica....Hubo paseo, sol, aire, pantalón corto, risas, abrazos, niños, tranquilidad absoluta. Me quedan 27 días más así. A ver quién me convence luego de que el trabajo dignifica a la persona.
Hoy ha sido un lunes extraño. Extraño pero tremendamente deseado. Esta mañana no sonó el despertador, con independencia de que se me despertará, como cada día desde hace 7 meses, a las 07:30. Las camas no quedaron sin hacer, ni la loza de la noche anterior sin lavar. No existió ese carrito con niños cargado corriendo por la calle, ni la posterior carrera hacia el tranvía. Ni tanatorio, ni funcionarios, ni teléfono, ni abogados, ni problemas ajenos, ni almuerzo a velocidad supersónica....Hubo paseo, sol, aire, pantalón corto, risas, abrazos, niños, tranquilidad absoluta. Me quedan 27 días más así. A ver quién me convence luego de que el trabajo dignifica a la persona.
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