La más correcta definición de Addis Abeba sería la de ser una ciudad ordenadamente caótica. Todo lo que gira alrededor de esa urbe (su gente, su tráfico, su ritmo) lo hace sobre un eje de occidentalizada miseria, donde hay cosas que parecen lo que son y otras todo lo contrario.
Ya a las 4 de la madrugada conducir en Addis (simplemente Addis, como se refieren a ella sus habitantes) es jugarse el pellejo. Sin apenas tráfico, nuestro vehículo se cuela en la primera rotonda saltándose todas las normas de circulación y pasa rozando al coche que circula por su interior. Es una constante en una ciudad en el que apenas se ve un policía urbano, un paso de peatones o un semáforo. Y aún así, sin normas, fluye. Denso, pero fluye. Cruzar una calle, entre cientos de vehículos de transporte público, ya es una aventura.
Porque Addis está repleto de transporte público. Cientos de furgonetas Toyota y de taxis Lada, pitados de azul con el techo blanco, circulan entre otros tantos cientos de coches de la marca japonesa, la preferida del lugar. En las paradas, jóvenes con un fajo de billetes en la mano ofertan a grito pelado su destino, descolgándose por las ventanillas cuando la ruta comienza (y durante la misma) para seguir ofreciendo los servicios.
Los taxis, destartalados coches de la Europa del otro lado del telón de acero, van decorados con estampitas de vírgenes y de cantantes de moda del lugar (mención especial para el artista Teddy Afro, todo un ídolo). Ya contaré mi experiencia a bordo de uno de ellos, cruzando la ciudad.
Addis es un camino polvoriento con techos de uralita vía satélite que se mezclan con construcciones apuntaladas por finos troncos de madera. Addis son amplias avenidas llenas de edificios oficiales y de trasversales de lodo. Addis es gente leyendo el periódico apilada en la escalinata del edificio de la Seguridad Social y niños vendiendo chicles para sobrevivir. Vendedores ambulantes y mendigos de todas las edades. Un ciego, un enfermo de sida, una madre desesperada y un ejecutivo compartiendo la misma esquina. Un lugar para vivir primero es necesario sobrevivir.
Ya a las 4 de la madrugada conducir en Addis (simplemente Addis, como se refieren a ella sus habitantes) es jugarse el pellejo. Sin apenas tráfico, nuestro vehículo se cuela en la primera rotonda saltándose todas las normas de circulación y pasa rozando al coche que circula por su interior. Es una constante en una ciudad en el que apenas se ve un policía urbano, un paso de peatones o un semáforo. Y aún así, sin normas, fluye. Denso, pero fluye. Cruzar una calle, entre cientos de vehículos de transporte público, ya es una aventura.
Porque Addis está repleto de transporte público. Cientos de furgonetas Toyota y de taxis Lada, pitados de azul con el techo blanco, circulan entre otros tantos cientos de coches de la marca japonesa, la preferida del lugar. En las paradas, jóvenes con un fajo de billetes en la mano ofertan a grito pelado su destino, descolgándose por las ventanillas cuando la ruta comienza (y durante la misma) para seguir ofreciendo los servicios.
Los taxis, destartalados coches de la Europa del otro lado del telón de acero, van decorados con estampitas de vírgenes y de cantantes de moda del lugar (mención especial para el artista Teddy Afro, todo un ídolo). Ya contaré mi experiencia a bordo de uno de ellos, cruzando la ciudad.
Addis es un camino polvoriento con techos de uralita vía satélite que se mezclan con construcciones apuntaladas por finos troncos de madera. Addis son amplias avenidas llenas de edificios oficiales y de trasversales de lodo. Addis es gente leyendo el periódico apilada en la escalinata del edificio de la Seguridad Social y niños vendiendo chicles para sobrevivir. Vendedores ambulantes y mendigos de todas las edades. Un ciego, un enfermo de sida, una madre desesperada y un ejecutivo compartiendo la misma esquina. Un lugar para vivir primero es necesario sobrevivir.
3 comentarios:
y addid 2
y addid 2
Y ADDIS 2???????
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