Siempre se sueña con los encuentros. Cómo serán, las reaaciones mutuas, los abrazos esperados, los pelos de punta. En la tarde temprana del domingo, sin dormir y con apenas 12 horas en territorio etiope, la furgoneta blanca nos vino a buscar. Esperabamos desconsolados en el patio del hotel nuestro momento mientras el resto de parejas habían ido a comer al restaurante griego de al lado, de donde no paraban de entrar y salir coches caros.
Fueron apenas 10 minutos de recorrido en los que prácticamente no se deshizo el silencio, sólo roto por el ruido del escape del vehículo. Sentando en la parte trasera, con la cámara de fotos grababa en vídeo todo el recorrido, en el que cruzamos parte de la ciudad hasta que desde la calle asfaltaba volvimos a hacer un giro a la derecha para adentrarnos en un camino de tierra. Allí delante estaba la puerta de entrada del orfanato, momento en el que decidí apagar la cámara.
La furgoneta entró tras la verja. El corazón se nos salía por la boca en el momento en el que la puerta correrdera derecha de la furgoneta se abrió. Lo primero era la bienvenida por parte de la dirección del orfanato hacia los visitantes. Para ello, entramos en la caseta que se encontraba justo a la izquierda de la entrada. Techo de uralita, dos mesas de escritorio bastante viejas, algunos calendarios y posters pegados en las paredes y un pequeño armario archivador. Fechas antes nos habían dicho que preguntásemos de todo en el orfanato: si los niños habían tenido alguna enfermedad, si comían bien y qué comían, cómo eran, qué les gustaba, si eran alérgicos a algo, si tenían algún tratamiento....apenas preguntamos si estaban bien, lo demás ya lo iriamos descubriendo dia a dia.
Al orfanato, como institución, hay que "donarle" 500 €. Y lo pongo entre comillado porque se trata de una donación no voluntaria y de un cantidad previamente tasada, por lo que el espíritu de donación se pierde para convertirse en una especie de impuesto revolucionario de oscuro destino. Si por allí pasan, digamos, 10 familias al año y cada una de ellas deja 500 €, es absolutamente imposible que con 5000 € anuales, equivalente al salario medio de 4 años de cualquier familia etíope media, aquellas instalaciones no sean significativamente mejores. No queda, por tanto, más remedio que dudar.
Porque el orfanato es pobre de solemnidad. Una docena de niños, de entre 2 y 5 años, nos saludaban con la mano através de la barandilla de una pequeñisima terraza que antecedía a la entrada a la casa, que tenía ese trocito de césped con dos sillas de jardín que habíamos visto en tantas fotos, propias y ajenas. Eso si, lo que en las fotos atisbaba ser un jardín apenas tenía 3 metros cuadrados. El subdirector, sonriente, nos mostraba con orgullo las instalaciones: los cuartos diferenciados entre niños y niñas, con literas oxidadas y una cuna en la esquina; el patio donde estaba el baño; la cocina que no miré y el cuarto de la lavadora. Eso era todo. A fuerza de ser sinceros diré que a lo paupérrimo de las instalaciones le compensaba el cariño que mostraban hacia los niños un grupo de cuatro cuidadoras locales, así como el buen aspecto general del resto de críos, muy alejados del estereotipo de hambruna que nos mostraba la tele en los 80 y del que eran pura imagen los niños venidos desde los orfanatos del sur de la capital.
Antes del tour por las instalaciones vimos por primera vez a nuestros hijos. Sisay, el pequeño, estaba a mis pies sin que me diera cuenta, agarrado temeroso a las rodillas de la cuidadora que se sentaba en la puerta de entrada de la casa. Tama, el mayor, con mirada triste se escondía entre el resto de niños. Vestidos con ropas no demasiado nuevas, con zapatos con muchos kilómetros, a los dos les esperaba, sin que fuesen conciscientes de ello, un nuevo futuro lejos de allí. Sisay, cuando nos agachamos a su encuentro, comenzó a llorar. Tama nos tomó la mano, con la cabeza agachada y sólo las palabras de alguna de las cuidadoras le sacaba una sonrisa. Una foto para el recuerdo de sus raices con las cuatro cuidadoras y el subdirector del centro con el jardincillo de fondo selló una visita que deseábamos terminar lo antes posible.
Mientras los buscavidas hablaban entre ellos dentro de la caseta de la dirección, probablemente de cómo repartirse el botín de la donación, esperábamos que de nuevo la puerta corredera derecha de la Toyota se abriera, mientras los niños que quedaron allí nos despedían con un coro de "bye, bye". Yo, que voy por la vida de duro, no pude resistir que se me escapara una lágrima.
Aquel día habíamos visto llegar, desde el sur, a la furgoneta blanca con la niña de nuestros compañeros de viaje. Vestida como una princesita se bajó del vehículo y, aunque algo temerosa al principio, se lanzó a los brazos de sus padres con besos y abrazos. Tama y Sisay no. No fue un encuentro de brazos abiertos por su parte, ni de risas. No corrieron dibujando una sonrisa en sus caras hacia los brazos de aquellos desconocidos a quienes iban a llamar papá y mamá. No hizo falta. Ya lo hacen ahora.
Fueron apenas 10 minutos de recorrido en los que prácticamente no se deshizo el silencio, sólo roto por el ruido del escape del vehículo. Sentando en la parte trasera, con la cámara de fotos grababa en vídeo todo el recorrido, en el que cruzamos parte de la ciudad hasta que desde la calle asfaltaba volvimos a hacer un giro a la derecha para adentrarnos en un camino de tierra. Allí delante estaba la puerta de entrada del orfanato, momento en el que decidí apagar la cámara.
La furgoneta entró tras la verja. El corazón se nos salía por la boca en el momento en el que la puerta correrdera derecha de la furgoneta se abrió. Lo primero era la bienvenida por parte de la dirección del orfanato hacia los visitantes. Para ello, entramos en la caseta que se encontraba justo a la izquierda de la entrada. Techo de uralita, dos mesas de escritorio bastante viejas, algunos calendarios y posters pegados en las paredes y un pequeño armario archivador. Fechas antes nos habían dicho que preguntásemos de todo en el orfanato: si los niños habían tenido alguna enfermedad, si comían bien y qué comían, cómo eran, qué les gustaba, si eran alérgicos a algo, si tenían algún tratamiento....apenas preguntamos si estaban bien, lo demás ya lo iriamos descubriendo dia a dia.
Al orfanato, como institución, hay que "donarle" 500 €. Y lo pongo entre comillado porque se trata de una donación no voluntaria y de un cantidad previamente tasada, por lo que el espíritu de donación se pierde para convertirse en una especie de impuesto revolucionario de oscuro destino. Si por allí pasan, digamos, 10 familias al año y cada una de ellas deja 500 €, es absolutamente imposible que con 5000 € anuales, equivalente al salario medio de 4 años de cualquier familia etíope media, aquellas instalaciones no sean significativamente mejores. No queda, por tanto, más remedio que dudar.
Porque el orfanato es pobre de solemnidad. Una docena de niños, de entre 2 y 5 años, nos saludaban con la mano através de la barandilla de una pequeñisima terraza que antecedía a la entrada a la casa, que tenía ese trocito de césped con dos sillas de jardín que habíamos visto en tantas fotos, propias y ajenas. Eso si, lo que en las fotos atisbaba ser un jardín apenas tenía 3 metros cuadrados. El subdirector, sonriente, nos mostraba con orgullo las instalaciones: los cuartos diferenciados entre niños y niñas, con literas oxidadas y una cuna en la esquina; el patio donde estaba el baño; la cocina que no miré y el cuarto de la lavadora. Eso era todo. A fuerza de ser sinceros diré que a lo paupérrimo de las instalaciones le compensaba el cariño que mostraban hacia los niños un grupo de cuatro cuidadoras locales, así como el buen aspecto general del resto de críos, muy alejados del estereotipo de hambruna que nos mostraba la tele en los 80 y del que eran pura imagen los niños venidos desde los orfanatos del sur de la capital.
Antes del tour por las instalaciones vimos por primera vez a nuestros hijos. Sisay, el pequeño, estaba a mis pies sin que me diera cuenta, agarrado temeroso a las rodillas de la cuidadora que se sentaba en la puerta de entrada de la casa. Tama, el mayor, con mirada triste se escondía entre el resto de niños. Vestidos con ropas no demasiado nuevas, con zapatos con muchos kilómetros, a los dos les esperaba, sin que fuesen conciscientes de ello, un nuevo futuro lejos de allí. Sisay, cuando nos agachamos a su encuentro, comenzó a llorar. Tama nos tomó la mano, con la cabeza agachada y sólo las palabras de alguna de las cuidadoras le sacaba una sonrisa. Una foto para el recuerdo de sus raices con las cuatro cuidadoras y el subdirector del centro con el jardincillo de fondo selló una visita que deseábamos terminar lo antes posible.
Mientras los buscavidas hablaban entre ellos dentro de la caseta de la dirección, probablemente de cómo repartirse el botín de la donación, esperábamos que de nuevo la puerta corredera derecha de la Toyota se abriera, mientras los niños que quedaron allí nos despedían con un coro de "bye, bye". Yo, que voy por la vida de duro, no pude resistir que se me escapara una lágrima.
Aquel día habíamos visto llegar, desde el sur, a la furgoneta blanca con la niña de nuestros compañeros de viaje. Vestida como una princesita se bajó del vehículo y, aunque algo temerosa al principio, se lanzó a los brazos de sus padres con besos y abrazos. Tama y Sisay no. No fue un encuentro de brazos abiertos por su parte, ni de risas. No corrieron dibujando una sonrisa en sus caras hacia los brazos de aquellos desconocidos a quienes iban a llamar papá y mamá. No hizo falta. Ya lo hacen ahora.
1 comentario:
Es la narración más increíble de un parto que he leído en mí vida. Gracias por compartirlo.
Publicar un comentario