martes, 5 de diciembre de 2006

Capital de la nada

Puerto del Rosario (el Puerto, como le llaman los lugareños) es un pueblo con vocación de ciudad, pero pueblo al fin y al cabo. Lugar de aspecto austero, seco y poco confortable. Sus calle se elevan hacia lo alto dibujando cuestas y pendientes imposibles de imaginar en una isla de natural llano.

Las noches de Puerto del Rosario son tristes, como tristes son sus mañanas. Lugar de gente amable pero esquiva a la vida social. Apenas se ve gente en sus calles (limpias, por cierto) incluso en horas de prime time mañanero.

Un pueblo marinero sin marinos. Una ciudad abierta al mar que no permite que sus vecinos disfruten del mar, ya que en Puerto del Rosario no existe una zona de esparcimiento marino para sus habitantes. Vamos, que no hay playa. Como no hay tiendas, ni supermercados, ni farmacias.

En el Puerto los conductores respetan los pasos de cebra, los niños ceden las aceras a los ancianos y la gente abre sus puertas al forastero que pisa sus calles por primera vez.

Es la antítesis de una ciudad como Santa Cruz (que aún tiene regusto a pueblo) y no digamos de un lugar tan desalmado como Las Palmas. Su centro neurálgico, sin embargo, está justamente a sus afueras, a apenas un kilómetro del meollo que no es. Allí, luminoso y altivo, se alza un centro comercial digno de las mejores ciudades del archipiélago, lugar que nos recuerda que vivimos en un mundo globalizado, donde los Burgers Kings de turno se alzan por cualquier esquina, donde Zara viste a las niñas que no pueden pagarse otra cosa y donde Amid Achi ha plantado sus múltiples negocios comerciales.

Vivir en Puerto del Rosario debe ser vivir en el olvido de la lejanía. No me gusta. No quiero volver.

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