Lo peor de esto de la fiesta de Halloween no es la celebración en sí, sino la banda de imbéciles que la fomentan. El viernes por la tarde podían verse colas en un establecimiento de La Laguna, especializado en complementos para fiestas, mucha gente haciendo cola para comprar disfraces y demás mamarrachadas. Otra, mientras tomábamos un refresco en una terraza, le decía a alguien "mi marido y mis hijos se disfrazan esta noche y salen a tocar puertas para que les den caramelos. Total, ya que estudían el idioma, que también conozcan las fiestas.". Hombre, visto desde ese punto de vista, ya podrían celebrar, en lugar de Halloween, la fiesta esa de la carrera del queso rodante de Cooper's Hill, para ver si, al menos, hay un poco de suerte y se parten la crisma (so riesgo de que al partirse el melón no salga nada de dentro). Y es que en mi casa suena el tiembre, se abre la puerta, veo a un grupo de niños (sólos o en compañía de otros), me sueltan lo de "truco o trato" y me piden caramelos, y ninguno de ellos sale ileso del umbral de la puerta.
Si no tuvieramos demasiado ya con la invasión anual del puto Papá Noel como para sufrir la patochada esta. Estoy de las calabazas vacías, máscaras presuntamente monstruosas, de programas especiales en televisión y de referencias a esta fantasmada hasta los mismísimos. Hoy, en el Corte Inglés, una mariquita de esas que hacen pruebas de maquillaje en la primera planta iba con una especie de cuello de capa draculesca, tez pintada de blanco y supuesta sangre en la comisura de los labios. Luego, caminando por un centro comercial, han aparecido dos fulanos disfrazados de no se qué, con unas hachas ensangrentadas de juguete. Porque iba con niños; sino, les hubiese metido a todos dos patadas en los huevos, por idiotas.