Desde que llegamos al Addis View Hotel niños montando cuadrillas de dos, tres o cuatro elementos esperaban horas muertas apostados en las proximidades de la puerta del mismo. En las proximidades, porque el simple movimiento de acercamiento a la puerta del hotel era contestado con airados gestos de desaprobación por parte de los porteros de la gorra de plato. Bastaron apenas 48 horas para que esos niños se acercasen a nosotros en busca de confianza y de lo que pudieran rascar.
Una vez vi en National Geografic que los niños de países como Etiopía buscan, entre los visitantes, a sus sponsors, o sea, a personas con las que mantener contacto en el futuro, aún a distancia, para que les envíen ropa y dinero regularmente, todo ello a base de ganarse su confianza. Enseguida nos encontraron.
Siempre con una sonrisa en la boca abordan al extraño blanco con la primera excusa de practicar su inglés. En Etiopia los niños, a partir de una determinada edad, son bilingües, porque estudian en su amariña natal y en inglés, como preparación a la educación secundaria, exclusivamente en inglés. Es curioso: un país tercermundista en el que se estudia en la lengua más utilizada en el planeta para que sus jóvenes tengan un plus en el futuro y todo ello en un sistema educativo universal y gratuito, incluso en la Universidad. Igualito que aquí.
La primera conversación siempre versa sobre el lugar de procedencia, el estado civil y la edad. Gracias a ellos me di cuenta de que mi inglés, siendo francamente lamentable, no es tan malo como pensaba.
Eran dos, niña de unos catorce años y un niño de unos ocho. Ni siquiera ellos saben su edad real. Durante una semana siempre fueron vestidos con la misma ropa, el pequeño con una camiseta de imitación del Milan. Ropa usada y vieja, pero ni rastro de malos olores. Deberían aprender algunos elementos de esos que se suben al tranvía en el Santa Cruz-La Laguna primermundista.
Nos acompañaban en nuestras salidas del hotel y siempre que no tenían clases pasaban horas muertas esperando nuestra salida. Nos decían que los tenis que llevaban se los habían mandado su amiga María, de Pontevedra; que la camiseta era de su amigo José, de San Sebastián; o que el reloj del Real Madrid que colgaba de la pared de la chabola del vecino se lo habían mandado desde un lugar que ya no recuerdo. Si necesitabamos traductor en una tienda, allí estaban ellos, recomendándonos a qué tiendas entrar o no. A pesar de que nosotros, en nuestra posición pudiente, nos ofrecíamos a darles parte de la comida de la que comprabamos en los supermercados locales (yogures, zumos, galletas, chocolatinas,...), siempre lo rehusaban.
Usan a los turistas como correo: un sobre verde, dirigido a Pontevedra, fue lo primero que me dieron. Cuando llegues a España, entrega esta carta, por favor. No sé si la mandé, si se quedó allí o si acabó en la papelera debajo de la colección de cartas del banco y publicidad que llegan a diario. Otro, un sobre blanco, con una postal de navidad dentro, dirigido a un nombre propio y una ciudad sin dirección, aún duerme dentro del bolso cruzado que se convirtió en mi apéndice durante 10 días.
A medida que pasaban los días, aquella cuadrilla iba creciendo. La comitiva terminó siendo de cinco o seis chiquillos de tamaños y edades variadas, que nos citaban cada día para el día siguiente. Apostados al otro lado de la acera, comiendo el polvo que levantan las guaguas blancas y azules, esperaban a que el tipo de la gorra de plato abriera la puerta de cristal del hotel para cruzar la calle en nuestro encuentro.
Por favor, a mi y a mi familia nos gustaría que fueras a nuestra casa a tomar café, nos dijeron, a mi y a mi compañero murciano, una tarde en la despedida. Que un etiope invite a un extraño a tomar café a su casa es un honor que no puede, ni debe, despreciarse porque es un acto social de hospitalidad.
La tarde de la invitación el plan de visita se truncó por culpa de esa repentina/ extraña gastroenteritis con fiebre que duró apenas 12 horas pero que me dejó tirado en la cama. Yo, hipocondriaco, ya me veía en un avión hospitalizado fletado por la embajada repatriado a España.
Pero la experiencia de la visita al hogar etíope no toca ahora, quizás en otro momento. Ahora toca el recuerdo de la sonrisa de aquellos niños que sueñan con ser médicos (para curar las enfermedades de mi país), ingenieros o futbolistas. Que conocen a todos los deportistas españoles de éxito y que hablan de fútbol internacional como auténticos expertos. Que a pesar de vivir en la más inimaginable de las miserias tienen brillo en los ojos. Que no piden, pero que siempre terminan llevándose un trozo de corazón y un puñado de birs para que sus familias puedan salir adelante. Que en una ciudad donde cinco personas duermen en una habitación de apenas cuatro metros cuadrados, ayudan a su manera a sobrevivir a sus padres, contando a los extraños historias que inducen a la pena pero también a la esperanza. Porque conociéndoles llegas a la conclusión de que hay esperanza, de que nuestros problemas pequeño burgueses son minucias al lado de su sufrimiento.
La noche de la partida, en la que reinaba el frío seco, abrigados nosotros y con la misma ropa de siempre ellos, se acercaron para darnos su bendición, sus deseos para nuestro futuro, besos para nosotros y para nuestros niños. En sus manos dos sobres blancos. Dos tarjetas de navidad etíope. En una de ellas, escritas en azul, dos palabras en español: beso, beso. La otra, escrita por Joale, 15 años y estudiante de secundaria, al que cada mañana veíamos por la ciudad con sus libros debajo del brazo: Francisco Thank you very much for your gift. Long kiss for you and your family. Beso grande. Joale.
Ojalá tengan el futuro y la prosperidad de los dos ya españolitos de orígen etíope que duermen plácidamente en la habitación de aquí al lado.
Una vez vi en National Geografic que los niños de países como Etiopía buscan, entre los visitantes, a sus sponsors, o sea, a personas con las que mantener contacto en el futuro, aún a distancia, para que les envíen ropa y dinero regularmente, todo ello a base de ganarse su confianza. Enseguida nos encontraron.
Siempre con una sonrisa en la boca abordan al extraño blanco con la primera excusa de practicar su inglés. En Etiopia los niños, a partir de una determinada edad, son bilingües, porque estudian en su amariña natal y en inglés, como preparación a la educación secundaria, exclusivamente en inglés. Es curioso: un país tercermundista en el que se estudia en la lengua más utilizada en el planeta para que sus jóvenes tengan un plus en el futuro y todo ello en un sistema educativo universal y gratuito, incluso en la Universidad. Igualito que aquí.
La primera conversación siempre versa sobre el lugar de procedencia, el estado civil y la edad. Gracias a ellos me di cuenta de que mi inglés, siendo francamente lamentable, no es tan malo como pensaba.
Eran dos, niña de unos catorce años y un niño de unos ocho. Ni siquiera ellos saben su edad real. Durante una semana siempre fueron vestidos con la misma ropa, el pequeño con una camiseta de imitación del Milan. Ropa usada y vieja, pero ni rastro de malos olores. Deberían aprender algunos elementos de esos que se suben al tranvía en el Santa Cruz-La Laguna primermundista.
Nos acompañaban en nuestras salidas del hotel y siempre que no tenían clases pasaban horas muertas esperando nuestra salida. Nos decían que los tenis que llevaban se los habían mandado su amiga María, de Pontevedra; que la camiseta era de su amigo José, de San Sebastián; o que el reloj del Real Madrid que colgaba de la pared de la chabola del vecino se lo habían mandado desde un lugar que ya no recuerdo. Si necesitabamos traductor en una tienda, allí estaban ellos, recomendándonos a qué tiendas entrar o no. A pesar de que nosotros, en nuestra posición pudiente, nos ofrecíamos a darles parte de la comida de la que comprabamos en los supermercados locales (yogures, zumos, galletas, chocolatinas,...), siempre lo rehusaban.
Usan a los turistas como correo: un sobre verde, dirigido a Pontevedra, fue lo primero que me dieron. Cuando llegues a España, entrega esta carta, por favor. No sé si la mandé, si se quedó allí o si acabó en la papelera debajo de la colección de cartas del banco y publicidad que llegan a diario. Otro, un sobre blanco, con una postal de navidad dentro, dirigido a un nombre propio y una ciudad sin dirección, aún duerme dentro del bolso cruzado que se convirtió en mi apéndice durante 10 días.
A medida que pasaban los días, aquella cuadrilla iba creciendo. La comitiva terminó siendo de cinco o seis chiquillos de tamaños y edades variadas, que nos citaban cada día para el día siguiente. Apostados al otro lado de la acera, comiendo el polvo que levantan las guaguas blancas y azules, esperaban a que el tipo de la gorra de plato abriera la puerta de cristal del hotel para cruzar la calle en nuestro encuentro.
Por favor, a mi y a mi familia nos gustaría que fueras a nuestra casa a tomar café, nos dijeron, a mi y a mi compañero murciano, una tarde en la despedida. Que un etiope invite a un extraño a tomar café a su casa es un honor que no puede, ni debe, despreciarse porque es un acto social de hospitalidad.
La tarde de la invitación el plan de visita se truncó por culpa de esa repentina/ extraña gastroenteritis con fiebre que duró apenas 12 horas pero que me dejó tirado en la cama. Yo, hipocondriaco, ya me veía en un avión hospitalizado fletado por la embajada repatriado a España.
Pero la experiencia de la visita al hogar etíope no toca ahora, quizás en otro momento. Ahora toca el recuerdo de la sonrisa de aquellos niños que sueñan con ser médicos (para curar las enfermedades de mi país), ingenieros o futbolistas. Que conocen a todos los deportistas españoles de éxito y que hablan de fútbol internacional como auténticos expertos. Que a pesar de vivir en la más inimaginable de las miserias tienen brillo en los ojos. Que no piden, pero que siempre terminan llevándose un trozo de corazón y un puñado de birs para que sus familias puedan salir adelante. Que en una ciudad donde cinco personas duermen en una habitación de apenas cuatro metros cuadrados, ayudan a su manera a sobrevivir a sus padres, contando a los extraños historias que inducen a la pena pero también a la esperanza. Porque conociéndoles llegas a la conclusión de que hay esperanza, de que nuestros problemas pequeño burgueses son minucias al lado de su sufrimiento.
La noche de la partida, en la que reinaba el frío seco, abrigados nosotros y con la misma ropa de siempre ellos, se acercaron para darnos su bendición, sus deseos para nuestro futuro, besos para nosotros y para nuestros niños. En sus manos dos sobres blancos. Dos tarjetas de navidad etíope. En una de ellas, escritas en azul, dos palabras en español: beso, beso. La otra, escrita por Joale, 15 años y estudiante de secundaria, al que cada mañana veíamos por la ciudad con sus libros debajo del brazo: Francisco Thank you very much for your gift. Long kiss for you and your family. Beso grande. Joale.
Ojalá tengan el futuro y la prosperidad de los dos ya españolitos de orígen etíope que duermen plácidamente en la habitación de aquí al lado.
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