El Hotel Addis View (http://addisviewhotel.com) si es como en las fotos. La huída-fuga del Lion's Den Hotel vino dada con una mezcla de amargura, por los españoles y sus niños que se quedaban allí, y de alegría, por salir de aquel antro y poder abrir una via a las parejas que llegarían en los días siguientes.
Addis View Hotel se encuentra al otro lado de la ciudad, apenas un kilómetro al sur de una de las más importantes zonas administrativas del país, con gran número de edificios oficiales y universitarios. Allí, a tiro de piedra, varios edificios de la Seguridad Social etíope, donde la gente se aposta en una escalinata para leer la prensa gratuita y donde cientos de personas se juntan para ver alguna suerte de anuncios oficiales en los tablones de anuncios que hay por fuera del edificio, y el Museo de Antropología, de aspecto semiderruido a pesar de que en su interior se encuentran los primeros vestigios de la raza humana.
La puerta de entrada a esa zona es una rotonda de tráfico demencial con un monolito cilíndrico coronado con el antiguo escudo del imperio etíope, resquicio del orgulloso pasado patrio. A pocos kilómetros, las embajadas occidentales, con los muros pintarrajeados de la embajada usamericana (con manos blancas y negras entrecruzadas y simbología queremos-ser-amigos-somos-buenos-no-nos-ataquen), las alambradas de la británica y el inmeso jardín de eucaliptos de la discreta embajada española, sólo identificable por el pequeño escudo dorado circular de la entrada.
Si el hotel podría considerarse equiparable a cualquiera de los del primer mundo, por servicios, instalaciones y comodidades, el entorno era el propio de la ciudad: tercer mundo puro y duro. La entrada polvorienta, con un trozo de acera sin pavimentar, está flanqueada por chabolas, de donde entran y salen niños a todas horas. En la trasera, una carpa-aparcamiento para una Nissan Vanette blanca y un Mercedes 190 azul marino vigilada por dos empleados del hotel, de esos de uniforme una talla mayor y gorra de plato, que revisan el bolso de las mujeres que salen de sus casas-chabolas para atravesar el camino que cruza la zona hacia la carretera.
Salir del hotel otorga dos posibilidades de visita. De un lado, hacia la derecha, la zona administrativo-universitaria antes mencionada. Hacia la izquierda, nuevamente aceras de piedras sueltas y una carretera que parece llevar a ninguna parte. Nuestro camino termina en un pequeño supermercado, apenas 20 metros cuadrados, donde la empleada se afana en poner a nuestra disposición una de las tres únicas cestas de metal disponibles para almacenar la compra. Siempre una sonrisa y un gracias gentil en la caja. Antes del establecimiento encontramos con un campo de fútbol....por llamarlo de algún modo.
Docenas de niños, con sus petos fluorescentes o sus camisetas semioficiales de equipos oficiales (fundamentalmente Barcelona y Madrid), pelotean en un solar de dimensiones similares a las de un campo de futbol de verdad que carece de líneas pintadas, límites de ningún tipo y de cualquier atisbo de hierba. Las porterías, que no se encuentran en paralelo a ninguna línea, ni tan siquiera imaginaria, sin que estén una enfrente de la otra, son tres troncos de madera irregulares casi sin forma y sin redes. Eso si, el cartel de la entrada anuncia la próxima construcción sin fecha en el mismo lugar de un ambicioso complejo deportivo, orgullo de los niños del lugar, quienes ni siquiera saben si llegarán a inagurarlo alguna vez.
La zona contraria, la administrativa, es un hervidero de gente. Nadie mira con intenciones malévolas a un extranjero blanco. Antes de la rotonda, el mismo vendedor ambulante vende la misma báscula durante dias sin ningún tipo de éxito. Un puesto de avalorios de donde cuelgan "manos" de plátanos. Vendedores de coleteros para mujeres, sartenes, textiles y pulseras de plástico, todo ello salpicado con limpiabotas sentados en bancos destartalados que ofrecen sus servicios a gritos y un sinfín de lisiados pidiendo limosna.
Y es que es imposible dar limosna en Addis, fundamentalmente porque es tanta la gente en esa situación (amputados, tiñosos, madres con bebés, niños solos, ancianos desamparados) que no se puede seleccionar al más necesitado. Darle a uno es tener que darles a todos, lo cual es materialmente imposible, sobre todo si no quiere uno pasear rodeado de mendigos. Lo mejor, en esa tesitura, es no dar limosna a nadie, por cruel que pueda sonar.
El Banco Nacional, único lugar donde un ordenador es algo parecido a lo que nosotros conocemos por ese nombre, es otro vivero de gente, occidentalizados y ultratradicionales, todos ellos protegidos por un vigilante de seguridad-policia-militar apostado en la entrada con su fusil. Prohibido entrar con cámara de foto o de vídeo. Los puestos de los mercadillos abundan por toda la avenida King George, donde regatear en un arcaico y básico inglés de turista es casi obligatorio. Nadie puede irse de allí sin nada y nada de lo que se vende alli puede serle útil a un turista ávido de souvenirs. Si alguien busca artesanía, que se olvide de buscar por el centro. Zapatos tirados sobre mesas sin órden ni concierto, donde buscar la pareja de cada cual es tarea imposible incluso para quien gestiona el negocio, por lo que terminan ofreciendo otra pareja distinta y de diferente talla a la demandada. Olor a petróleo plastificado en los bolsos. A la izquierda, una iglesia ortodoxa con una entrada flanqueda por dos enormes palomas blancas de la paz, rama de olivo en el pico incluída, de ridículo aspecto naif.
Puestos de venta entre barro, humo de gasoil quemado, olor a pan recién hecho en el dispensario de la esquina y niños vendiendo chicles made in China por la voluntad. Pasos de peatones desteñidos donde jugarse la vida frente a algún Toyota Corolla. Pero allí la vida late.
Addis View Hotel se encuentra al otro lado de la ciudad, apenas un kilómetro al sur de una de las más importantes zonas administrativas del país, con gran número de edificios oficiales y universitarios. Allí, a tiro de piedra, varios edificios de la Seguridad Social etíope, donde la gente se aposta en una escalinata para leer la prensa gratuita y donde cientos de personas se juntan para ver alguna suerte de anuncios oficiales en los tablones de anuncios que hay por fuera del edificio, y el Museo de Antropología, de aspecto semiderruido a pesar de que en su interior se encuentran los primeros vestigios de la raza humana.
La puerta de entrada a esa zona es una rotonda de tráfico demencial con un monolito cilíndrico coronado con el antiguo escudo del imperio etíope, resquicio del orgulloso pasado patrio. A pocos kilómetros, las embajadas occidentales, con los muros pintarrajeados de la embajada usamericana (con manos blancas y negras entrecruzadas y simbología queremos-ser-amigos-somos-buenos-no-nos-ataquen), las alambradas de la británica y el inmeso jardín de eucaliptos de la discreta embajada española, sólo identificable por el pequeño escudo dorado circular de la entrada.
Si el hotel podría considerarse equiparable a cualquiera de los del primer mundo, por servicios, instalaciones y comodidades, el entorno era el propio de la ciudad: tercer mundo puro y duro. La entrada polvorienta, con un trozo de acera sin pavimentar, está flanqueada por chabolas, de donde entran y salen niños a todas horas. En la trasera, una carpa-aparcamiento para una Nissan Vanette blanca y un Mercedes 190 azul marino vigilada por dos empleados del hotel, de esos de uniforme una talla mayor y gorra de plato, que revisan el bolso de las mujeres que salen de sus casas-chabolas para atravesar el camino que cruza la zona hacia la carretera.
Salir del hotel otorga dos posibilidades de visita. De un lado, hacia la derecha, la zona administrativo-universitaria antes mencionada. Hacia la izquierda, nuevamente aceras de piedras sueltas y una carretera que parece llevar a ninguna parte. Nuestro camino termina en un pequeño supermercado, apenas 20 metros cuadrados, donde la empleada se afana en poner a nuestra disposición una de las tres únicas cestas de metal disponibles para almacenar la compra. Siempre una sonrisa y un gracias gentil en la caja. Antes del establecimiento encontramos con un campo de fútbol....por llamarlo de algún modo.
Docenas de niños, con sus petos fluorescentes o sus camisetas semioficiales de equipos oficiales (fundamentalmente Barcelona y Madrid), pelotean en un solar de dimensiones similares a las de un campo de futbol de verdad que carece de líneas pintadas, límites de ningún tipo y de cualquier atisbo de hierba. Las porterías, que no se encuentran en paralelo a ninguna línea, ni tan siquiera imaginaria, sin que estén una enfrente de la otra, son tres troncos de madera irregulares casi sin forma y sin redes. Eso si, el cartel de la entrada anuncia la próxima construcción sin fecha en el mismo lugar de un ambicioso complejo deportivo, orgullo de los niños del lugar, quienes ni siquiera saben si llegarán a inagurarlo alguna vez.
La zona contraria, la administrativa, es un hervidero de gente. Nadie mira con intenciones malévolas a un extranjero blanco. Antes de la rotonda, el mismo vendedor ambulante vende la misma báscula durante dias sin ningún tipo de éxito. Un puesto de avalorios de donde cuelgan "manos" de plátanos. Vendedores de coleteros para mujeres, sartenes, textiles y pulseras de plástico, todo ello salpicado con limpiabotas sentados en bancos destartalados que ofrecen sus servicios a gritos y un sinfín de lisiados pidiendo limosna.
Y es que es imposible dar limosna en Addis, fundamentalmente porque es tanta la gente en esa situación (amputados, tiñosos, madres con bebés, niños solos, ancianos desamparados) que no se puede seleccionar al más necesitado. Darle a uno es tener que darles a todos, lo cual es materialmente imposible, sobre todo si no quiere uno pasear rodeado de mendigos. Lo mejor, en esa tesitura, es no dar limosna a nadie, por cruel que pueda sonar.
El Banco Nacional, único lugar donde un ordenador es algo parecido a lo que nosotros conocemos por ese nombre, es otro vivero de gente, occidentalizados y ultratradicionales, todos ellos protegidos por un vigilante de seguridad-policia-militar apostado en la entrada con su fusil. Prohibido entrar con cámara de foto o de vídeo. Los puestos de los mercadillos abundan por toda la avenida King George, donde regatear en un arcaico y básico inglés de turista es casi obligatorio. Nadie puede irse de allí sin nada y nada de lo que se vende alli puede serle útil a un turista ávido de souvenirs. Si alguien busca artesanía, que se olvide de buscar por el centro. Zapatos tirados sobre mesas sin órden ni concierto, donde buscar la pareja de cada cual es tarea imposible incluso para quien gestiona el negocio, por lo que terminan ofreciendo otra pareja distinta y de diferente talla a la demandada. Olor a petróleo plastificado en los bolsos. A la izquierda, una iglesia ortodoxa con una entrada flanqueda por dos enormes palomas blancas de la paz, rama de olivo en el pico incluída, de ridículo aspecto naif.
Puestos de venta entre barro, humo de gasoil quemado, olor a pan recién hecho en el dispensario de la esquina y niños vendiendo chicles made in China por la voluntad. Pasos de peatones desteñidos donde jugarse la vida frente a algún Toyota Corolla. Pero allí la vida late.
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