miércoles, 24 de febrero de 2010

Archivo provisional.


Mantener un blog conlleva una serie de responsabilidades. La primera, y más importante, es tenerlo continuamente actualizado: no es de recibo que quien entra periódicamente se encuentre siempre con los mismos textos. La segunda, la responsabilidad esclavizante de tener siempre que ser original, de jugar a ser escritor e intentar provocar algo al lector. Y, hoy por hoy, ninguna de esas dos responsabilidades las estoy dispuesto a mantener.

No será por ideas para escribir: desde mis historias en Addis (de las que quedan algunas por contar), hasta mi parecer sobre las borrascas. Desde los progresos de mis niños, hasta como un sindicato deja de pagar a los empleados de su Fundación y paga los honorarios de sus procesos judiciales al despacho más caro del país. Les contaría como hay días que me dan ganas de mandar tanto papel y tanta gente a la mierda, por ejemplo.

Regresé de Etiopía con 5 kilos menos de los que no he recuperado ni un gramo. Estoy hasta los mismísimos que la gente me haga la jodida pregunta "¿Tu estás más flaco, no?". Me miro al espejo y me encuentro las costillas, que llevaban años debajo de una capa de grasa. La barriga ha desaparecido (bueno, al menos ahora me la veo cuando voy a mear...).

Sólo durante el mes de marzo tengo 50 juicios, que es casi la mitad de todos los juicios que tuve durante 11 meses de 2009. Una media de 25 consultas a la semana. Hace semanas que no descuelgo el teléfono móvil si no es un número que conozca. Me cuesta Dios y ayuda mantener la agenda de juicios actualizada, con riesgo inminente de desgracia profesional. Apenas tengo una puta ayuda en mi trabajo y tengo la cabeza que lo mismo plancha que centrifuga.

En el Juzgado me aburro lo que no está en los escritos y me aburren los abogados sobremanera. Me interesan las personas, no los abogados, pero teniendo en cuenta de que se empeñan en ser más abogados que personas sus conversaciones mañaneras me provocan ganas de huir.

Estoy agotado y desganado. Sólo tengo ganas de llegar a casa y de darle un beso a Cris, de ver la sonrisa de Sisay (la más limpia que he visto en mi vida) y de enseñar la vida a Tama. Eso y el resto de mi familia más directísima. Lo demás y los demás me dan lo mismo.

Y los platos rotos los va a pagar este blog. Con el paso de las semanas lo he sustituido por Facebook, donde, en menos tiempo y con menos palabras, puedo dar rienda suelta a algunas de mis filias, fobias y obsesiones. A él me remito, a quien le interese, que me busque por allí. Ahora mismo, no me apetecen las palabras, si acaso las afirmaciones o negaciones rotundas y directas.

Con todo ello, y para que quien tiene a bien honrarme con su visita tenga conocimiento de ello, procedo a decretar la firmeza de este Auto de Archivo Provisional de las presentes actuaciones.

sábado, 13 de febrero de 2010

Através de sus ojos.

Poco me acuerdo de mi pasado. Normal, sólo tengo poco menos de cuatro años y a esta edad, comprenderán ustedes, no todos los recuerdos se mantienen frescos. Además, en cuestión de un par de meses un montón de cosas me han pasado. No recuerdo cuando llegué a la capital desde mi sur natal, ni sé cómo terminamos mi hermano y yo en una casa rodeado de más niños. Quizás nunca llegue a saberlo.

De repente, y sin saber muy bien porqué, nos vimos de mano de una pareja de piel pálida, distinta a la nuestra, que se agachaban y me decían cosas que no entendía. Yo opté por agachar la cabeza y no soltar ni una sola lágrima -dignidad ante todo- cuando entré a aquel coche blanco, pero mi hermano no dejó de llorar durante días.

Aquellos dos desconocidos nos metieron en una habitación, nos cambiaron la ropa y nos llevaron a un jardín a jugar a la pelota. Bueno, realmente jugaba yo, porque mi hermano se quedó dormido, cansado después de tanto llanto desesperado. Un señor con pelo en la cara me achuchaba, me daba golosinas y me había puesto una gorra. Antes, en la habitación, encontré un montón de muñecos y, por si acaso no volvía más por allí, me los apropié enseguida.

De repente empecé a ver un montón de cosas que me dejaban boquiabierto. Resulta que aprietas un botón en la pared y el sol comienza a brillar en el cielo, pero si lo vuelves a apretar se hace de noche. Después me llevaron a un sitio donde, accionando unas palancas, salía agua. Nunca había visto tanta junta. Aún más, esos pálidos me sentaron en una silla donde, después de hacer caca, apretabas un botón y la caca se marchaba. Durante un montón de días me dediqué a experimentar con todo aquello tan raro, era algo novedoso.

Los dos extraños se empeñaban en que los llamara "papi" y "mami". No sabía que significaba, pero si se empeñaban, porqué no darles el gusto, así que empecé a llamarlos así. Todos los días me bañaban (ja, como si yo no supiera hacerlo solo), me vestían y hasta me ponían por la cabeza un agua que olía muy bien. Me fui acostumbrando a aquella rutina, aunque no podía salir a la calle a ver gente como yo, teniéndome que conformar con jugar con un montón de niños que llegaron un poco más tarde en un cuarto con un suelo que rascaba cuando me tiraba encima de él.

La verdad es que me gustaba estar con aquellos extraños. Cuando me daban de comer me pedían, por señas, claro, que me lavara las manos. Yo me lavaba las manos, los brazos, la cara, el pelo...y me decían que no, que bastaba sólo con la boca y las manos: qué gente más rara. Lo que más me gustaba es que, cuando tenía las manos mojadas, las metía debajo de una cosa que soplaba muy caliente y las manos se secaban. Cómo me gustaba aquello y cómo me gustaría tener uno donde vivo ahora.

Me daban punyis (globos, se empeñaban en decirme ellos) y unos palos de colores que dejaban manchas en las paredes y en el suelo.

Pero un día, nos cogieron a mi y a mi hermano, y durante un montón de horas nos metieron en un sitio cerrado, lleno de gente durmiendo, donde se empeñaron en que tenía que ir atado a una silla con una correa. Yo me liberaba, saltaba encima de la silla, me metía debajo y lloraba para demostrarles que a mi no había quien me atara de aquella manera. "Papi"se enfadaba conmigo, pero no se daba cuenta de que no le entendia. Mi hermano, sin embargo, vivía muy feliz en el regazo de la otra extraña, durmiendo y bebiendo leche. Muchas horas más tarde, de noche y después de que nos pusieran unas camisas blancas con un escudo a la altura del corazón, un montón de gente con punyis gritaba a nuestro alrededor. Seguramente habriamos llegado a algún sitio, ya lo iría descubriendo.

Los primeros días me sentí agobiado. Me presentaron a un montón de gente a la que se empeñaban en que les llamara "abuela", "tio", "tia"., "jose".....¿pero cuánta gente con el mismo nombre hay en este sitio? Me van a volver loco. Me dieron cajas envueltas en papel llamativo para que lo rompiera, las calles estaban llenas de luces, la gente me daba cosas que no sépara que sirven....un día vi hasta camellos que tiraban caramelos. Sin embargo, a día de hoy nadie me ha explicado porque aquello de repente dejó de ser así.

Los días han ido pasando desde entonces. Mi hermano sigue durmiendo y bebiendo leche, pero no sé qué le ha pasado, porque ya no llora como antes. Entiendo mucho más a aquellos extraños, que ya no lo son tanto; me llevan a una cosa que se llama "cole" donde hay una tal "Filo" y un montón de niños que ni me entienden, ni los entiendo. Me han sacado sangre, me han dado a beber líquidos amargos. He dejado de hacer "sese" para hacer "pipí", de pedir "wuja" para pedir "agua" y de comer "davo" para comer "pan". Me gusta el chocolate y decir palabras como "cállate", "ven aquí", "toma", "dámelo" o "no quiero". Incluso, ya no me subo en un "makine", sino en un "coche". Me lavo los dientes dos veces al día y, la verdad, entre nosotros, aquello de apretar un botón y ver correr el agua ha dejado de gustarme.

Cuando "papi" llega a casa me gusta que me suba "amú" y ver cómo mi hermano abre los brazos para recibirle en la puerta. A "mami" ahora la llamo mamá y, aunque a veces parece cómo si la desesperara, sé que me quiere mucho. Yo les sonrió y les digo que les quiero mucho muchísimo. Y parece que eso les gusta.

martes, 9 de febrero de 2010

Seleme.

Desde que Tama, el mayor, se cruzó en nuestras vidas no ha habido prácticamente un día en el que no tararee una canción en su idioma natal. Lo cierto es que a fuerza de repetirla hasta me he puesto a cantarla con él, siempre pensando que se trataba de alguna canción tradicional o infantil de Etiopía.

"Seleme, Semele....ajá...voiaselemeeee...", canta a todas horas. Y, en mi curiosidad, me pongo a buscar la cancioncita de marras y voilá.



Como puede comprobarse, dista mucho de ser una canción infantil o tradicional, pero seguramente la escuchó hasta la saciedad, porque es obra (aunque podríamos decir que la perpetra) el cantante etíope de moda, Teddy Afro, cuya cara empapela el interior de los taxis e ilustra un sinfín de camisetas. Además, buscando en la red, Teddy Afro, además de cantante, es un conocido activista político crítico con el régimen pseudo-democrático de Etiopía, lo cual le ha costado pasar por la cárcel.

Ahora a ver si encuentro el significado de la palabra "seleme", y espero no encontrarme con ninguna otra sorpresa.

sábado, 6 de febrero de 2010

Sponsors.

Desde que llegamos al Addis View Hotel niños montando cuadrillas de dos, tres o cuatro elementos esperaban horas muertas apostados en las proximidades de la puerta del mismo. En las proximidades, porque el simple movimiento de acercamiento a la puerta del hotel era contestado con airados gestos de desaprobación por parte de los porteros de la gorra de plato. Bastaron apenas 48 horas para que esos niños se acercasen a nosotros en busca de confianza y de lo que pudieran rascar.

Una vez vi en National Geografic que los niños de países como Etiopía buscan, entre los visitantes, a sus sponsors, o sea, a personas con las que mantener contacto en el futuro, aún a distancia, para que les envíen ropa y dinero regularmente, todo ello a base de ganarse su confianza. Enseguida nos encontraron.

Siempre con una sonrisa en la boca abordan al extraño blanco con la primera excusa de practicar su inglés. En Etiopia los niños, a partir de una determinada edad, son bilingües, porque estudian en su amariña natal y en inglés, como preparación a la educación secundaria, exclusivamente en inglés. Es curioso: un país tercermundista en el que se estudia en la lengua más utilizada en el planeta para que sus jóvenes tengan un plus en el futuro y todo ello en un sistema educativo universal y gratuito, incluso en la Universidad. Igualito que aquí.

La primera conversación siempre versa sobre el lugar de procedencia, el estado civil y la edad. Gracias a ellos me di cuenta de que mi inglés, siendo francamente lamentable, no es tan malo como pensaba.

Eran dos, niña de unos catorce años y un niño de unos ocho. Ni siquiera ellos saben su edad real. Durante una semana siempre fueron vestidos con la misma ropa, el pequeño con una camiseta de imitación del Milan. Ropa usada y vieja, pero ni rastro de malos olores. Deberían aprender algunos elementos de esos que se suben al tranvía en el Santa Cruz-La Laguna primermundista.

Nos acompañaban en nuestras salidas del hotel y siempre que no tenían clases pasaban horas muertas esperando nuestra salida. Nos decían que los tenis que llevaban se los habían mandado su amiga María, de Pontevedra; que la camiseta era de su amigo José, de San Sebastián; o que el reloj del Real Madrid que colgaba de la pared de la chabola del vecino se lo habían mandado desde un lugar que ya no recuerdo. Si necesitabamos traductor en una tienda, allí estaban ellos, recomendándonos a qué tiendas entrar o no. A pesar de que nosotros, en nuestra posición pudiente, nos ofrecíamos a darles parte de la comida de la que comprabamos en los supermercados locales (yogures, zumos, galletas, chocolatinas,...), siempre lo rehusaban.

Usan a los turistas como correo: un sobre verde, dirigido a Pontevedra, fue lo primero que me dieron. Cuando llegues a España, entrega esta carta, por favor. No sé si la mandé, si se quedó allí o si acabó en la papelera debajo de la colección de cartas del banco y publicidad que llegan a diario. Otro, un sobre blanco, con una postal de navidad dentro, dirigido a un nombre propio y una ciudad sin dirección, aún duerme dentro del bolso cruzado que se convirtió en mi apéndice durante 10 días.

A medida que pasaban los días, aquella cuadrilla iba creciendo. La comitiva terminó siendo de cinco o seis chiquillos de tamaños y edades variadas, que nos citaban cada día para el día siguiente. Apostados al otro lado de la acera, comiendo el polvo que levantan las guaguas blancas y azules, esperaban a que el tipo de la gorra de plato abriera la puerta de cristal del hotel para cruzar la calle en nuestro encuentro.

Por favor, a mi y a mi familia nos gustaría que fueras a nuestra casa a tomar café, nos dijeron, a mi y a mi compañero murciano, una tarde en la despedida. Que un etiope invite a un extraño a tomar café a su casa es un honor que no puede, ni debe, despreciarse porque es un acto social de hospitalidad.

La tarde de la invitación el plan de visita se truncó por culpa de esa repentina/ extraña gastroenteritis con fiebre que duró apenas 12 horas pero que me dejó tirado en la cama. Yo, hipocondriaco, ya me veía en un avión hospitalizado fletado por la embajada repatriado a España.

Pero la experiencia de la visita al hogar etíope no toca ahora, quizás en otro momento. Ahora toca el recuerdo de la sonrisa de aquellos niños que sueñan con ser médicos (para curar las enfermedades de mi país), ingenieros o futbolistas. Que conocen a todos los deportistas españoles de éxito y que hablan de fútbol internacional como auténticos expertos. Que a pesar de vivir en la más inimaginable de las miserias tienen brillo en los ojos. Que no piden, pero que siempre terminan llevándose un trozo de corazón y un puñado de birs para que sus familias puedan salir adelante. Que en una ciudad donde cinco personas duermen en una habitación de apenas cuatro metros cuadrados, ayudan a su manera a sobrevivir a sus padres, contando a los extraños historias que inducen a la pena pero también a la esperanza. Porque conociéndoles llegas a la conclusión de que hay esperanza, de que nuestros problemas pequeño burgueses son minucias al lado de su sufrimiento.

La noche de la partida, en la que reinaba el frío seco, abrigados nosotros y con la misma ropa de siempre ellos, se acercaron para darnos su bendición, sus deseos para nuestro futuro, besos para nosotros y para nuestros niños. En sus manos dos sobres blancos. Dos tarjetas de navidad etíope. En una de ellas, escritas en azul, dos palabras en español: beso, beso. La otra, escrita por Joale, 15 años y estudiante de secundaria, al que cada mañana veíamos por la ciudad con sus libros debajo del brazo: Francisco Thank you very much for your gift. Long kiss for you and your family. Beso grande. Joale.

Ojalá tengan el futuro y la prosperidad de los dos ya españolitos de orígen etíope que duermen plácidamente en la habitación de aquí al lado.

jueves, 4 de febrero de 2010

Tesfu.

Cuando nos recogió en el Aeropuerto de Bole lo primero que me llamó la atención fue su acento. Hablaba un perfecto españo con sospechoso acento cubano. Será que trata mucho con españoles y ha aprendido el idioma, pensé en un inicio, hasta que pasados un par de días me dijo que había pasado 15 años en Cuba, a donde el gobierno etíope de los años 60-70 enviaba a los jóvenes a estudiar, como ya hacían países como Angola. "Ya tu sabes", repetía como coletilla pegadiza.

De edad indeterminada (sobre los cuarenta nipocosnimuchos), apenas 1,70 de estatura y complexión escuálida, con un bigotillo coronando su labio superior, Ray-bans colgadas de la camisa y reloj dorado importado directamente desde Tenerife gracias a una pareja adoptante, Tesfu era nuestro hombre en Etiopía.

Tesfu, Tesfo, Tusfu y hasta Teflón, como le llamábamos, es el empleado de una ONG española en Addis Abeba, pero a la vez un buscavidas, condición sólo entendible por la situación de un país arruinado y un prolongado paso por la isla caribeña. Traductor, tramitador, guía turístico, guía de compras, recadero,mediador mercantil, chico para todo....aquel hombre siempre metido en el mismo polo Lacoste y el mismo pantalón de pana daba la sensación de que no hacía nada sin sacar un provecho económico para él y para los de su cuadrilla.

La furgoneta blanca que nos traía y nos llevaba, de la que ya he escrito antes, era conducida por un sujeto de su máxima confianza al que había que pagarle como extra cualquier salida, necesaria o no. Una foto de carnet, una salida, 10 birs. La llegada del menor desde orfanatos del sur, 50 euros por menor. Cruzar la ciudad para hacer una compra, 20 euros. Las compras de souvenirs, en una especie de calle-avenida con tres o cuatro tiendas en uno de sus márgenes, siempre se hacían en la misma tienda, donde el conductor aparcaba convenientemente y Tesfu charlaba amigablemente con los vendedores. Las excursiones, para quienes optaban por hacerlas, al mismo parque nacional, con parada en el mismo restaurante y en la misma tienda. Alojamiento, con llegada nocturna, alevosa y premeditada, en un hotel insalubre sin aparente conocimiento de la ONG para la que trabaja. Intermediario en el cambio de moneda en el mercado negro a un precio inferior al precio oficial.

Todo lo que hace Tesfu huele a comisión, a reparto del botín con sus secuaces. En el fondo no se lo reprocho. En un país como Etiopía, en un caos como Addis Abeba, quien no tenga alma de bucanero tiene muy dificil vivir. Y allí, en aquellas condiciones, lo más importante es sobrevivir.

Tesfu, con sus pantalones de pana oscuros y su rebeca de lana, su teléfono móvil siempre disponible y su predisposición, a pesar de todo, era nuestro apendice en tierras extrañas.

Addis (II)

El Hotel Addis View (http://addisviewhotel.com) si es como en las fotos. La huída-fuga del Lion's Den Hotel vino dada con una mezcla de amargura, por los españoles y sus niños que se quedaban allí, y de alegría, por salir de aquel antro y poder abrir una via a las parejas que llegarían en los días siguientes.

Addis View Hotel se encuentra al otro lado de la ciudad, apenas un kilómetro al sur de una de las más importantes zonas administrativas del país, con gran número de edificios oficiales y universitarios. Allí, a tiro de piedra, varios edificios de la Seguridad Social etíope, donde la gente se aposta en una escalinata para leer la prensa gratuita y donde cientos de personas se juntan para ver alguna suerte de anuncios oficiales en los tablones de anuncios que hay por fuera del edificio, y el Museo de Antropología, de aspecto semiderruido a pesar de que en su interior se encuentran los primeros vestigios de la raza humana.

La puerta de entrada a esa zona es una rotonda de tráfico demencial con un monolito cilíndrico coronado con el antiguo escudo del imperio etíope, resquicio del orgulloso pasado patrio. A pocos kilómetros, las embajadas occidentales, con los muros pintarrajeados de la embajada usamericana (con manos blancas y negras entrecruzadas y simbología queremos-ser-amigos-somos-buenos-no-nos-ataquen), las alambradas de la británica y el inmeso jardín de eucaliptos de la discreta embajada española, sólo identificable por el pequeño escudo dorado circular de la entrada.

Si el hotel podría considerarse equiparable a cualquiera de los del primer mundo, por servicios, instalaciones y comodidades, el entorno era el propio de la ciudad: tercer mundo puro y duro. La entrada polvorienta, con un trozo de acera sin pavimentar, está flanqueada por chabolas, de donde entran y salen niños a todas horas. En la trasera, una carpa-aparcamiento para una Nissan Vanette blanca y un Mercedes 190 azul marino vigilada por dos empleados del hotel, de esos de uniforme una talla mayor y gorra de plato, que revisan el bolso de las mujeres que salen de sus casas-chabolas para atravesar el camino que cruza la zona hacia la carretera.

Salir del hotel otorga dos posibilidades de visita. De un lado, hacia la derecha, la zona administrativo-universitaria antes mencionada. Hacia la izquierda, nuevamente aceras de piedras sueltas y una carretera que parece llevar a ninguna parte. Nuestro camino termina en un pequeño supermercado, apenas 20 metros cuadrados, donde la empleada se afana en poner a nuestra disposición una de las tres únicas cestas de metal disponibles para almacenar la compra. Siempre una sonrisa y un gracias gentil en la caja. Antes del establecimiento encontramos con un campo de fútbol....por llamarlo de algún modo.

Docenas de niños, con sus petos fluorescentes o sus camisetas semioficiales de equipos oficiales (fundamentalmente Barcelona y Madrid), pelotean en un solar de dimensiones similares a las de un campo de futbol de verdad que carece de líneas pintadas, límites de ningún tipo y de cualquier atisbo de hierba. Las porterías, que no se encuentran en paralelo a ninguna línea, ni tan siquiera imaginaria, sin que estén una enfrente de la otra, son tres troncos de madera irregulares casi sin forma y sin redes. Eso si, el cartel de la entrada anuncia la próxima construcción sin fecha en el mismo lugar de un ambicioso complejo deportivo, orgullo de los niños del lugar, quienes ni siquiera saben si llegarán a inagurarlo alguna vez.

La zona contraria, la administrativa, es un hervidero de gente. Nadie mira con intenciones malévolas a un extranjero blanco. Antes de la rotonda, el mismo vendedor ambulante vende la misma báscula durante dias sin ningún tipo de éxito. Un puesto de avalorios de donde cuelgan "manos" de plátanos. Vendedores de coleteros para mujeres, sartenes, textiles y pulseras de plástico, todo ello salpicado con limpiabotas sentados en bancos destartalados que ofrecen sus servicios a gritos y un sinfín de lisiados pidiendo limosna.

Y es que es imposible dar limosna en Addis, fundamentalmente porque es tanta la gente en esa situación (amputados, tiñosos, madres con bebés, niños solos, ancianos desamparados) que no se puede seleccionar al más necesitado. Darle a uno es tener que darles a todos, lo cual es materialmente imposible, sobre todo si no quiere uno pasear rodeado de mendigos. Lo mejor, en esa tesitura, es no dar limosna a nadie, por cruel que pueda sonar.

El Banco Nacional, único lugar donde un ordenador es algo parecido a lo que nosotros conocemos por ese nombre, es otro vivero de gente, occidentalizados y ultratradicionales, todos ellos protegidos por un vigilante de seguridad-policia-militar apostado en la entrada con su fusil. Prohibido entrar con cámara de foto o de vídeo. Los puestos de los mercadillos abundan por toda la avenida King George, donde regatear en un arcaico y básico inglés de turista es casi obligatorio. Nadie puede irse de allí sin nada y nada de lo que se vende alli puede serle útil a un turista ávido de souvenirs. Si alguien busca artesanía, que se olvide de buscar por el centro. Zapatos tirados sobre mesas sin órden ni concierto, donde buscar la pareja de cada cual es tarea imposible incluso para quien gestiona el negocio, por lo que terminan ofreciendo otra pareja distinta y de diferente talla a la demandada. Olor a petróleo plastificado en los bolsos. A la izquierda, una iglesia ortodoxa con una entrada flanqueda por dos enormes palomas blancas de la paz, rama de olivo en el pico incluída, de ridículo aspecto naif.

Puestos de venta entre barro, humo de gasoil quemado, olor a pan recién hecho en el dispensario de la esquina y niños vendiendo chicles made in China por la voluntad. Pasos de peatones desteñidos donde jugarse la vida frente a algún Toyota Corolla. Pero allí la vida late.