domingo, 17 de enero de 2010

Addis (I)

La más correcta definición de Addis Abeba sería la de ser una ciudad ordenadamente caótica. Todo lo que gira alrededor de esa urbe (su gente, su tráfico, su ritmo) lo hace sobre un eje de occidentalizada miseria, donde hay cosas que parecen lo que son y otras todo lo contrario.

Ya a las 4 de la madrugada conducir en Addis (simplemente Addis, como se refieren a ella sus habitantes) es jugarse el pellejo. Sin apenas tráfico, nuestro vehículo se cuela en la primera rotonda saltándose todas las normas de circulación y pasa rozando al coche que circula por su interior. Es una constante en una ciudad en el que apenas se ve un policía urbano, un paso de peatones o un semáforo. Y aún así, sin normas, fluye. Denso, pero fluye. Cruzar una calle, entre cientos de vehículos de transporte público, ya es una aventura.

Porque Addis está repleto de transporte público. Cientos de furgonetas Toyota y de taxis Lada, pitados de azul con el techo blanco, circulan entre otros tantos cientos de coches de la marca japonesa, la preferida del lugar. En las paradas, jóvenes con un fajo de billetes en la mano ofertan a grito pelado su destino, descolgándose por las ventanillas cuando la ruta comienza (y durante la misma) para seguir ofreciendo los servicios.

Los taxis, destartalados coches de la Europa del otro lado del telón de acero, van decorados con estampitas de vírgenes y de cantantes de moda del lugar (mención especial para el artista Teddy Afro, todo un ídolo). Ya contaré mi experiencia a bordo de uno de ellos, cruzando la ciudad.

Addis es un camino polvoriento con techos de uralita vía satélite que se mezclan con construcciones apuntaladas por finos troncos de madera. Addis son amplias avenidas llenas de edificios oficiales y de trasversales de lodo. Addis es gente leyendo el periódico apilada en la escalinata del edificio de la Seguridad Social y niños vendiendo chicles para sobrevivir. Vendedores ambulantes y mendigos de todas las edades. Un ciego, un enfermo de sida, una madre desesperada y un ejecutivo compartiendo la misma esquina. Un lugar para vivir primero es necesario sobrevivir.

sábado, 16 de enero de 2010

El encuentro.

Siempre se sueña con los encuentros. Cómo serán, las reaaciones mutuas, los abrazos esperados, los pelos de punta. En la tarde temprana del domingo, sin dormir y con apenas 12 horas en territorio etiope, la furgoneta blanca nos vino a buscar. Esperabamos desconsolados en el patio del hotel nuestro momento mientras el resto de parejas habían ido a comer al restaurante griego de al lado, de donde no paraban de entrar y salir coches caros.

Fueron apenas 10 minutos de recorrido en los que prácticamente no se deshizo el silencio, sólo roto por el ruido del escape del vehículo. Sentando en la parte trasera, con la cámara de fotos grababa en vídeo todo el recorrido, en el que cruzamos parte de la ciudad hasta que desde la calle asfaltaba volvimos a hacer un giro a la derecha para adentrarnos en un camino de tierra. Allí delante estaba la puerta de entrada del orfanato, momento en el que decidí apagar la cámara.

La furgoneta entró tras la verja. El corazón se nos salía por la boca en el momento en el que la puerta correrdera derecha de la furgoneta se abrió. Lo primero era la bienvenida por parte de la dirección del orfanato hacia los visitantes. Para ello, entramos en la caseta que se encontraba justo a la izquierda de la entrada. Techo de uralita, dos mesas de escritorio bastante viejas, algunos calendarios y posters pegados en las paredes y un pequeño armario archivador. Fechas antes nos habían dicho que preguntásemos de todo en el orfanato: si los niños habían tenido alguna enfermedad, si comían bien y qué comían, cómo eran, qué les gustaba, si eran alérgicos a algo, si tenían algún tratamiento....apenas preguntamos si estaban bien, lo demás ya lo iriamos descubriendo dia a dia.

Al orfanato, como institución, hay que "donarle" 500 €. Y lo pongo entre comillado porque se trata de una donación no voluntaria y de un cantidad previamente tasada, por lo que el espíritu de donación se pierde para convertirse en una especie de impuesto revolucionario de oscuro destino. Si por allí pasan, digamos, 10 familias al año y cada una de ellas deja 500 €, es absolutamente imposible que con 5000 € anuales, equivalente al salario medio de 4 años de cualquier familia etíope media, aquellas instalaciones no sean significativamente mejores. No queda, por tanto, más remedio que dudar.

Porque el orfanato es pobre de solemnidad. Una docena de niños, de entre 2 y 5 años, nos saludaban con la mano através de la barandilla de una pequeñisima terraza que antecedía a la entrada a la casa, que tenía ese trocito de césped con dos sillas de jardín que habíamos visto en tantas fotos, propias y ajenas. Eso si, lo que en las fotos atisbaba ser un jardín apenas tenía 3 metros cuadrados. El subdirector, sonriente, nos mostraba con orgullo las instalaciones: los cuartos diferenciados entre niños y niñas, con literas oxidadas y una cuna en la esquina; el patio donde estaba el baño; la cocina que no miré y el cuarto de la lavadora. Eso era todo. A fuerza de ser sinceros diré que a lo paupérrimo de las instalaciones le compensaba el cariño que mostraban hacia los niños un grupo de cuatro cuidadoras locales, así como el buen aspecto general del resto de críos, muy alejados del estereotipo de hambruna que nos mostraba la tele en los 80 y del que eran pura imagen los niños venidos desde los orfanatos del sur de la capital.

Antes del tour por las instalaciones vimos por primera vez a nuestros hijos. Sisay, el pequeño, estaba a mis pies sin que me diera cuenta, agarrado temeroso a las rodillas de la cuidadora que se sentaba en la puerta de entrada de la casa. Tama, el mayor, con mirada triste se escondía entre el resto de niños. Vestidos con ropas no demasiado nuevas, con zapatos con muchos kilómetros, a los dos les esperaba, sin que fuesen conciscientes de ello, un nuevo futuro lejos de allí. Sisay, cuando nos agachamos a su encuentro, comenzó a llorar. Tama nos tomó la mano, con la cabeza agachada y sólo las palabras de alguna de las cuidadoras le sacaba una sonrisa. Una foto para el recuerdo de sus raices con las cuatro cuidadoras y el subdirector del centro con el jardincillo de fondo selló una visita que deseábamos terminar lo antes posible.

Mientras los buscavidas hablaban entre ellos dentro de la caseta de la dirección, probablemente de cómo repartirse el botín de la donación, esperábamos que de nuevo la puerta corredera derecha de la Toyota se abriera, mientras los niños que quedaron allí nos despedían con un coro de "bye, bye". Yo, que voy por la vida de duro, no pude resistir que se me escapara una lágrima.

Aquel día habíamos visto llegar, desde el sur, a la furgoneta blanca con la niña de nuestros compañeros de viaje. Vestida como una princesita se bajó del vehículo y, aunque algo temerosa al principio, se lanzó a los brazos de sus padres con besos y abrazos. Tama y Sisay no. No fue un encuentro de brazos abiertos por su parte, ni de risas. No corrieron dibujando una sonrisa en sus caras hacia los brazos de aquellos desconocidos a quienes iban a llamar papá y mamá. No hizo falta. Ya lo hacen ahora.

sábado, 9 de enero de 2010

The Lion's Den Hotel

A las 3 de la madrugada, hora local, tocaba suelo etiope en vuelo de Turkish Airlines con origen Estambul. Una noche despejada y agradable para concluir nueve horas de vuelo desde Madrid, sólo interrumpidos por un brevísimo (apenas 5 minutos) paso por el aeropuerto turco, donde nos esperaban para el trasbordo.

Lo primero que sorprende del Aeropuerto Internacional de Bole, Addis Abeba, es que te puedes encontrar con gente fumando en su interior. Evidentemente, las medidas anti-tabaco europeas y norteamericanas no han llegado al cuerno de África y cada cual despacha su cigarro donde le viene en gana. A partir de ese momento, cualquier cosa no deja de sorprender. La oficina de expedición de visados, con dos hombres tramitando la documentación a mano, con un bolígrafo y un papel de calco como únicas herramientas de trabajo; las cientos de maletas y/o bultos sin dueño desperdigados por una destartalada terminal de llegadas, perdidas como si nadie las hubiese reclamado desde hace meses, junto con otro grupo de maletas embutidas en un cuarto acristalado; docenas de personas durmiendo en el suelo de un aeropuerto al que, para entrar sin intenciones de viajar, hay que pagar al cambio unos 25 céntimos de euro; los escaners sin apenas vigilancia en la puerta de salida de la zona de recogida de maletas, con más aspecto de no funcionar que de hacerlo correctamente; el ordenador prehistórico, un aparato de colección vintage, del empleado del departamento de equipajes perdidos, con su impresora de agujas y su papel continuo.

En las afueras nos esperaba una furgoneta blanca con miles de kilómetros encima, mientras lugareños desesperados se apresuraban a ayudarnos a meter las maletas dentro de ella a cambio de un puñado de birrs, la moneda local. En aquella furgoneta, de amortiguadores saltarines y pequeñas pegatinas de vírgenes en sus cristales nos dirigieron al hotel.

Apenas 10 minutos de carretera urbana, cerca de las 4 de la madrugada, para darse cuenta que conducir en Addis Abeba es jugarse el pescuezo en cada rotonda. De repente, giro a la derecha, camino de tierra. Giro a la izquierda, valla cerrada, Mercedes Benz en la puerta que da media vuelta y se marcha. Se abre la verja, cartel anunciador: The Lion's den Hotel. Hotel La Leonera. Revelador.

El aspecto del lugar no podía ser más desolador. Mientras que las noticias era que nos alojariamos en un hotel que, al menos por internet, tenía la condición de más que decente, de repente, cansados, con 60 kilos de bultos a cuesta, nos abren la puerta de una recepción minúscula, apenas un escritorio. La llave unida a un pomo de madera nos conduce hacia un cuarto piso sin ascensor através de una estrecha escalera. El empleado del hotel, acostumbrado a cargar peso a sus espaldas con la exigencia de los 2500 metros de altura de la ciudad, hace unos cuantos viajes de la recepción a la habitación. Se abre la puerta.

"The hotel has 16 luxurious suite bed rooms with living room and kitchen of their own." (http://www.thelionsdenhotel.com/index.html)

5 de la madrugada, imposible pegar ojo. La suite anunciada es una cama de matrimonio formada por dos camas individuales unidas, dos armazones de madera que soportan dos colchonetas de muelles incapaces de aguantar sin moverse como colchones de agua un cuerpo humano de peso y estatura medios.
El living room, dos sillones de plástico negro y un televisor que sólo emite dos canales, uno local y la BBC internacional. La cocina es una barra, una encimera sin fogones, un grifo sin agua y una pequeña nevera. El calentador eléctrico del baño, por culpa de la presión, gotea sin cesar, cayendo el agua sobre el suelo. El charco se hace tan insoportable que, para evitar el riesgo de resbalones, hay que poner la única toalla de mano existente en el suelo. La otra toalla hay que repartírsela para podernos duchar. A la hora del baño una araña zancuda sale por el sumidero de la bañera. Una habitación suite de lujo.

Las 6 de la mañana. Amanece muy temprano en Addis, donde el calor se siente más a esas horas que en el mediodía. Cantan pájaros y una de las ventanas da vista a los ventanales con pegatinas secas por el sol de un colegio de pago que hoy, domingo, está cerrado. Sobre el cielo del hotel revolotean aves rapaces que se ven descender a toda velocidad, para volver a elevarse y acabar con su presa devorada en lo alto de los postes de la luz. Ha sido imposible descansar y la experiencia, afortunadamente, sólo se repitiría una noche más.

Abajo en el patio, una especie de aparcamiento privado por donde entra la dueña del local con toda su prole, chofer incluído, varias parejas españolas pasan los días sin hacer nada hasta regresar a España , mientras que otras esperan a que sus hijos lleguen en la furgoneta desmembrada reconcomidos por los nervios propios de la lejanía y del abrazo que viene. Mujeres sentadas sobre un pequeño muro de cemento, hombres paseando de uno a otro lado. Un niño de apenas unos 10 años viene a pedir agua a la recepción para poder seguir realizando su trabajo de limpiabotas, mientras que otro se gana la vida en las afueras del Hotel haciendo de guía a los visitantes por unos alrededores polvorientos que nos llevan a un supermercado humilde pero bien surtido.

Pasa gente vestida de domingo, posiblemente a la litugia ortodoxa o protestante de alguna iglesia cercana; entran y salen coches de lujo para el lugar del restaurante griego cercano al hotel, mientras sigo observando a las águilas volar en círculo sobre nuestras cabezas en busca de presas.

Sin dormir y sin ni comer, cansados por un largo viaje, otra vez en la furgoneta, otra vez un giro a la derecha, un camino de tierra y otra valla que se abre. Orfanato. Cuatro de la tarde. "Vámonos, hijos. Los sacamos de aquí".

viernes, 8 de enero de 2010

Tontos sanitarios.

Hay tontos del culo, tontos de los cojones, tontos del haba, tontos de baba, tontos de la tiza...y luego algunos trabajadores del ambulatorio Laguna-Mercedes del Servicio Canario de Salud, incluído algún médico, lo que demuestra mi teoría de que tener un título universitario no asegura ningún grado de inteligencia.

Hasta ayer mis hijos no estaban inscritos en la Seguridad Social. Como en el Registro Civil de La Laguna tampoco es que la inteligencia abunde y el horario de atención al público para la inscripción de hijos provenientes de procesos de adopción internacional es de 9 a 10 (hora en la que, joder, tengo juicios las pŕoximas dos semanas todos los días), los niños andan con un número de afiliación provisional para poder acceder a prestaciones sanitarias como "inmigrantes sin recursos". Cágate. Inmigrantes sin recursos.

Todo ello era el paso previo para acudir al ambulatorio y que los críos sean examinados por el pediatra público. Ya el privado nos había recomendado a uno, que tiene "el cupo cerrado", así que tendríamos que conformarnos con los restos de serie. Una vez en el ambulatorio y cumplimentada la solicitud de tarjeta sanitaria, nos dicen que vayamos por la tarde del día siguiente para tener consulta con la doctora Fulanita, a la que no hacía falta pedir cita previa, sino la misma tarde del viernes.

Interior del ambulatorio, revelador del estado del sistema: un lugar cutre, con paredes sucias y parcheadas, como si fueran a pintarlas y se hubiesen quedado a medias. Aspecto de insalubridad.

Una vez allí, no sólo había que pedir cita previa, sino que además ni nos habían asignado pediatra, ni nos corresponde la que nos atendió (sustituta de la titular), ni nadie sabía hacer o explicar nada de nada.

La sustituta, básicamente, se negó a atendernos, aunque tuvo la "deferencia" de oscultar a los niños. Que qué hacen ustedes aquí, que hay que pedir cita previa, que si qué urgencia nos llevaba allí, que si ni yo ni la titular somos los pediatras que les corresponden, que si un reconocimiento médico lleva una hora y, claro, eso no se les puede hacer ahora porque tengo mucha gente,....vamos, que poco menos nos trataba como si nos hubiesemos levantado de la siesta y hubieramos planeado ir a merendar a la consulta. Su diatriba terminó con mi frase directa a su mentón: "¿cree usted que si no nos hubieran dicho que viniesemos esta tarde íbamos a estar aquí perdiendo el tiempo?"

Sus diagnósticos, reveladores. ¿El pequeño lleva una semana en la que le cuesta dormirse? Hombre, porque a saber los traumas que ha podido tener ese niño en año y medio. ¿Que el mayor tiene tos? No, lo que pasa es que tiene una respiración muy ruda. Hay que joderse con la de la bata blanca.

Luego, "pasen por la enfermera, para que les den cita con el pediatra que les corresponde". Tras 20 minutos de espera, la enfermera nos dice que no tiene ni puta idea de cómo hacer eso y de que volvamos al mostrador de la primera planta. Eso, poco después de que, viendo la documentación presentada, preguntara "¿Alonso es el nombre, no?". ¿Pero tu eres idiota? No, cenutria: el nombre es donde el formulario pone "nombre" y los apellidos donde pone "apellidos", tonta del culo.

Y en el mostrador de la entrada...más de lo mismo. Ni zorra idea de lo que tenían que hacer. Un cartel: "no hablamos inglés/francés/alemán/árabe, por favor, traiga un traductor". Se les olvidó poner que tampoco hablan español, porque parece que tampoco lo entienden. Otros 20 minutos de espera, en los que tengo la sensación de que salen a darnos la información final (cita el día X, a hora absurda de la tarde) cuando escuchan como digo "pues nada, a ver si esta buena gente tiene a bien darnos la respuesta antes de mañana". El señor del bigote rizado se disculpó por el "malentendido". Debería haberlo hecho por la incompetencia del servicio.

Al final, casi 2 horas en un ambulatorio para nada. Bueno, si, para corroborar que el servicio público de salud es una mierda del tamaño de un niño de 5 años.

miércoles, 6 de enero de 2010

Manual de instrucciones.

Entre pitos y flautas he estado tres semanas de vacaciones. Bueno, vacaciones.... Tres semanas en las que no he trabajado, pero que han sido las más intensas, física y emocionalmente, de mis 35 años. Tres semanas que me dejan destrozado, lleno de agujetas en los brazos, kilos perdidos y aún no recuperados (a pesar de mis intentos de hacer dieta insana) y en la cabeza zumbando saludos, besos, abrazos y parabienes de no se cuánta gente.

Nos acabamos de enterar que, según parece, las instrucciones para estas tres semanas como padres eran "nada de juguetes, nada de visitas, nada de agobios", normas que se han incumplido a rajatabla, no por nuestra voluntad, sino por la buena voluntad de los demás hacia nosotros y los niños. Si me pagaran un céntimo por cada beso que han recibido los niños, a estas alturas tendría pagada la hipoteca, el coche y estaría terminando de alicatar los cuatros de baño del chalet. Sólo con la cantidad de juguetes recopilados en la mañana de hoy, día de Reyes, podría montar un puesto el domigo en el Rastro y sacarme una pasta.

Los niños no sabían ni por donde empezar: uno, porque es demasiado pequeño para esto y se limitaba a llorar o a sonreir sin sentido mientras le daba a la mamadera del biberón; el otro, porque no sabía ni qué hacía esta mañana, en la que se dedicaba a abrir paquetes uno detrás de otro sin saber muy bien qué pasaba a su alrededor mientras la familia pensaba, ilusionada (pobres ilusos), que sabía lo que hacía y que sus regalos le encantaban.

Vamos, que si el manual de usuario decía que nada de juguetes, nada de visitas, nada de agobios, normas a desarrollar en plena época de Navidad, puede ocurrir dos cosas: o los chiquillos se nos quedan con un trauma de por vida cuando sean mayores, o el que redactó las instrucciones es gilipollas.

En nuestro descargo diré que, por más que hemos rebuscado, nunca encontramos el prospecto por ningún lado.