viernes, 23 de mayo de 2008

Tres historias del tranvía.

Los viajes en tranvía suelen ser anodinos y aburridos, sin nada interesante que reseñar. Sin embargo, hace tiempo que vengo con ganas de hacer una especie de relato sobre las anécdotas que se van acumulando a lo largo de casi 1 año de viajes cada vez mas frecuentes. Cada parada (con o sin andén central) tienen sus personajes e idiosincrasia propia.

Las últimas 24 horas han sido especialmente interesantes o curiosas en lo que se refiere a mis tránsitos pseudo-ferroviarios por el área metropolitana.

Jueves. 13:30 horas. Tras haber vuelto a perder parte de la mañana en el Palacio de Injusticias y alrededores, con Roger Daltrey gritando como un poseso en el mp3 que siempre me acompaña durante el recorrido, escucho una voz familiar que se aproxima hacia mi en el vagón.

"Doctor, doctor", me decía mientras llegaba hasta sentarse a mi lado.

Ella acababa de llegar de un acto de conciliación de esos "intentado sin efecto" y, como no, piensa que el suyo es el único de mis asuntos. "No, señora", pensé en decirle, "usted es uno de los 150 asuntos que manejo", pero educación manda. Allí, sentada al lado mío, empezó a elucubrar: porqué la empresa no había ido, porqué le hacen eso, qué ocurriría si la despiden, que si su psiquiatra le había recomendado nosequé medicamentos ... Y su esposo, con unas manos más grandes que un armario con las 6 puertas abiertas y medallas de oro, lo mismo.

"Doctor, no aguanto mas". Ni yo. 4 paradas mas tarde, Hospital La Candelaria. Lo siento, me tengo que bajar aquí.

7 minutos perdidos hasta la llegada del otro tranvía rumbo a La Laguna, pero un dolor de cabeza evitado.

Pero ahí no queda eso. Viernes. 10:15 horas. Avenida de la Trinidad. Esta vez son los Kinks los que me gritan al oído (“I’m a ape man, I’m a ape ape man, Oh I’m a apemaaann…”). Entró al tranvía y procedo a tomar asiento en mi lugar habitual (en esos asientos laterales, donde presuntamente deben sentarse viejos, embarazadas y bicicletas). Cuando meto el bono en la maquinita y miro al frente, comienza el Show.

Reposentado/a sobre 2 asientos, cual diván, un travesti de 1,90, moreno/a, con un moño recogido sobre la cabeza, camisa negra atada a la altura del pecho (mejor, los pechos, siliconados claro) que le salían por el escote, pantalón vaquero, cinturón amarillo y zapatos de tacón negro. Frente a él/ella 2 chicas que se partían de risa ante sus ocurrencias y a su lado 2 chicos que aguantaban el chaparrón que les estaba cayendo encima como podían, evitando manoseos y demás, pero igualmente rotos de la risa.

El travesti reía y reía. Venía de fiesta, estaba trasnochando y estaba ciertamente perjudicado/a. Al chino del fondo, serio, con su camisa negra y su peinado de palangana, le gritaba insistentemente “¿Dónde está el arroz con gambas? Tráeme un rollito de primavera….”, ante la estupefacción y, porqué negarlo, carcajada del vagón. “Ana Oramas es una puta y una jedionda”, gritaba “que se gasta el dinero en El Corte Inglés, que la veo yo todos los días”, mientras, acto seguido, le decía al chico de al lado “qué seria estás conmigo….”. Todos cruzabamos miradas y risas. Ver para creer.

El espectáculo seguía parada tras parada. Al señor de las gafas de sol del fondo lo bautizó como “El Fary”, a la morena de las gafas de sol como “Carmina Ordoñez” y los que estábamos frente a ella como “Risto Mejide” (servidor), “Noemí Galera” y no se quién más. Si entraba alguien le decía barbaridades tales como “me acaba de bajar la regla al verte” y a la cuarentona fea vestida de fucsia que se sentó a su lado (a la que hizo enseñarle el DNI para ver su edad), le recordaba una y otra vez que era fea y estaba mal hecha. Eso si, la gente (y la propia mujer) encantados con el espectáculo de variedades gratuito de Metropolitano de Tenerife. Una y otra vez, con poco ademán femenino, sino con esa exageración tan gay, decía moviendo las manos “Yo me quedo boba….”.

El Show de aquella especie de clon de Paco León (Aída) imitando a Raquel Revuelta duró hasta que la voz en off dijo aquello de “Puente Zurita”. Tras despedirse de todos, se fue a dormirla.

El camino de vuelta ya no fue tan ajetreado como el de ida o como el del día siguiente, pero con su anécdota también.

Sentado a mi lado, con mi compañía enfrente, viajaba alguien a quien conocía de vista, al menos de verlo y escucharlo en varios medios. Como dice Cris de él, me caía bien de antemano, lo que son las cosas. Un tipo versado, culto, que igual te habla con criterio de política que te comenta un partido de fútbol.

Hablamos del tranvía, de lo útil y cómodo que resulta, me preguntó por nuestra profesión y le di referencias, de lo pro operario (afortunadamente para mi) que es la jurisdicción laboral en ocasiones… unas cuantas paradas de amena conversación, algo extraño en estos tiempos que corren donde, o vamos todos con los auriculares puestos, o no existe conversadores que merezcan la pena. No fue el caso en apenas 4 o 5 paradas, hasta, qué casualidad, sono la voz de nuevo para decir "Puente Zurita".

Antes de las últimas paradas me estiró la mano y se presentó. “Juan Manuel”, me dijo, “soy periodista”. “Ya lo sé”, le dije con una sonrisa y le indiqué el medio para el que trabaja. Antes de bajarse, otra vez, me ofreció la mano para estrecharla y con un amable “ya sabes donde estoy” se despidió.

Conozco a un buen puñado de periodistas, la mayoría deportivos. Frente a un reducido grupo de humildes, otros van de divos, huyendo de la calle, de la opinión del transeúnte, metidos en su propio mundo. De este me he llevado una muy grata sensación. Que siga pegado a la calle.

viernes, 16 de mayo de 2008

Asco y vergüenza.

Son las cosas que pasan en el Palacio de Injusticias, donde habitan algunos Sheriffs sin placa, algunos matones a sueldo y otros tipos sin escrúpulos. Todo sea dicho, son inmensísima minoría. Y hoy, precisamente hoy, me he topado con una matona de medio pelo respecto de la cual, después de que me confirmaran que es abogada, he sentido una mezcla entre asco y vergüenza.

Esperábamos a la empresa para un despido aparentemente sin importancia. La trabajadora, su señora madre y servidor. Las señoras, humildísimas, habían gastado sus fuerzas en venir desde el Sur posiblemente en guagua. Esperábamos a un señor rubio, de unos 40 años, de nombre extranjero y sin tatuajes con un corazón. "Allí está", me dijo mientras nos asomábamos cautelosos por detrás de una columna para verlo a prudencial distancia.

Iba acompañado por una individua rubia, pelo largo lacio, cuarenta y pocos años mal llevados y agenda con papeles en la mano. "¿Eres el abogado de ella?", me preguntó mientras señalaba a la trabajadora con desdén. Contesté afirmativamente, reaccionando ella con la frase "¿Y qué es lo que quieres? Porque no se le debe nada".

Nada mujer, pensé. Un despido reconocido improcedente por carta del empresario, con una indemnización ofrecida, no abonada y no consignada desde octubre del año pasado. Pasaba por allí y le iba a echar una mano a los obreros que alicatan el baño de señoras. No te digo.

"Los efectos económicos del despido producido", le dije amablemente. "¿La indemnización?", espetó la rubia cuarentona. "Y los salarios de tramitación devengados", desafié yo.

La reacción de mi interlocutora fue sorpresiva por inesperada. Tras amenazar a la trabajadora de que la iba a denunciar por robo, tras decirle que "hasta aquí podíamos llegar" con sus pretensiones, y que la empresa no le debía nada, con toda su cara dura de sinvergüenza le dijo mirándole a los ojos: "total, lo que te paguen te lo gastarás en medicinas". La eché inmediatamente de allí.

Y en éstas llega el asesor de la empresa, con quien charlo amablemente, miramos cantidades, calculadoras que echan humo y ofrecimiento final. Y la rubia "dile a tu cliente que le ponemos una denuncia penal, dile a tu cliente que le ponemos una denuncia en el Juzgado, dile a tu cliente que es una ladrona,...", ante mi más absoluta indiferencia.

Aceptación, ascensor y Acta.

En la oficina judicial redactamos el Acta, un típico formulario de yo-te-ofrezco-y-tú-aceptas (salvo buen fin del pago comprometido, claro). La rubia, que seguía acompañando al empresario, no paraba de mirar desafiante a mi cliente, con un odio reflejado en los ojos que hacía tiempo que no veía. La estaba matando con la mirada. La trabajadora, sumisa y asustada, miraba a los comparecientes a cierta distancia. Ya por su temor habíamos evitado el ascenso conjunto. En la oficina judicial algo me llamó la atención de la rubia: sobre su antebrazo derecho, una toga, que desdoblaba y doblaba con gran habilidad.

Su última frase, después de un exabrupto del empresario hacía la trabajadora, figura pasiva en toda esta historia, una nueva demostración de su capacidad mental: "déjala -dirigiéndose al empresario- se lo gastará en la Farmacia".

Tras la firma me dirigí a un compañero que estaba presente por otras cuestiones en el lugar y, ante la extrañeza de ver a la matona con una toga, le pregunté si la conocía: "Si, claro. Esta es una abogada del sur. Un día te contaré."

Qué asco y qué vergüenza.