Que aquello iba a ser un juicio de postín no me cabía la menor duda. Un juicio contra un Notario con apellido similar al soporte sobre el que se coloca un lienzo para pintar, miembro de la Obra y dirigido por el jefe supremo de la Obra en la isla. El tema en sí, una chorrada: presunta enferma pillada a altas horas de la madrugada, durante su tiempo de baja médica, en distintos locales de ocio de la capital subida a sus tacones y predicando aquello que cantaba Mecano de bebiendo, fumando y sin parar de reír. Conclusión, a la puta calle.
Pero entre tanto aire místico que destilaba el empresario y su director letrado se colaba el vientecillo libertino de 3 o 4 mozuelas de buen ver, que debieron confundir el Palacio de Injusticias con el Tao. Trajes vaporosos y ceñidos hasta la rodilla, taconazos, peluquería y maquillaje a tutti pleni. No daba bien en el cuadro aquellos monaguillos rodeados de tanta presunta monjita.
Mi cliente (otra monjita de cuidado) no daba crédito al hecho de que entre las testigos de la parte contraria estuviesen algunas de esas que consideraba como amigas. Lo que no se esperaba después de casi 3 horas de espera en el pasillo, es que sus amigas le traicionasen en la sala.
Delante del Juez (gustándose en su papel a pesar de ser horas del sagrado almuerzo), de la somnolienta secretaria y de un funcionario al que se le salían los ojos de las órbitas al ver el desfile discotequero celebrado a plena luz del día, la señorita de negra melena y muslos generosos se califica como amiga de la actora y revela una conversación privada entre ambas. En dicha conversación, mi santa cliente le habría confesado a la madre superiora curvilínea que su intención aviesa era la de prolongar su baja médica para que su opusino patrón procediese a su despido y, de este modo, hacerse con un botín indemnizatorio que paliase todos sus males económicos. Su declaración la desarrolló con total naturalidad, sin un rasgo de arrepentimiento por la traición que estaba llevando a cabo a su estimada, hasta ese momento, amiga. La mía revolvía las posaderas en el banco y por un momento pensé que se iba a producir una escena, de esas neorrealistas italianas, en la que la Sofía Loren de turno eran agarrada por la melena por una Silvana Mangano de pacotilla.
Pero como el ambiente cuasi clerical que primaba sobre los estrados mandaba, hubo contención. Lástima.
Todo esto, mientras mi adversario (un tranque, como se dice en esta tierra) parloteaba sin parar, me hizo reflexionar sobre la facilidad con la que se utiliza el término amistad, una palabra que, al menos para mi, tiene un sentido muy estricto y de carácter casi fraternal. Un amigo es, entre otras muchas cosas, el que nunca te traiciona. Pero entre diversos colectivos (probablemente, entre “el círculo de personas que nos movemos por los locales de moda de Santa Cruz”, la morena muslona dixit), la amistad se reduce a pagarse una copa de vez en cuando. La copa en una mano y el puñal en la otra.
Con amigas como éstas, ¿para qué quieres enemigas, Raquel?
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