jueves, 28 de junio de 2007

Lizundia.

Ya no recuerdo cuándo nos conocimos, en qué circunstancias o quién nos presentó. Debe haber ocurrido no hace más de 5 o 6 años, porque solamente llevo 7 en este negocio del derecho laboral y, cuando empecé, no sólo no lo conocía a él, sino que no conocía absolutamente a nadie. Yo era el jovencito nuevo que iba por el sindicato y al que la mayoría lo tomaba por el pito del sereno. “Pobre UGT….”, llegó a mascullar el canoso abogado que también lo había sido del sindicato cuando me conoció por primera vez.

Durante estos años en los que hemos entablado confianza y, sobre todo, enorme respeto mutuo, el placer de su conversación en el siempre aburrido Palacio de Injusticias de Santa Cruz de Tenerife es de los pocos referentes que se pueden buscar con ansias. Mientras unos cuentan sus experiencias con jueces y clientes, él habla de viajes, experiencias y una política metafísica más allá de las ideologías.

Salvo con determinados elementos, a los que tiene perfectamente definidos y clasificados (tiene filias y muchísimas fobias), se lleva bien con prácticamente todo el mundo. Me cuenta que no siempre fue así. Me dicen que hasta no hace mucho era un ser oscuro y arisco, al que pocos se acercaban y al que le costaba, seguro que por intimísima convicción, integrarse en la vida social del Palacio.

Es difícil verlo perfectamente trajeado, salvo en ocasiones más bien contadas. Americana y pantalón no necesariamente a juego. Corbata casi siempre a medio desanudar y camisas con pequeños restos de sangre en los cuellos, reflejo evidente de sus prisas o su poca pericia a la hora de afeitarse cada mañana. En invierno, a veces, con suéter oscuro de cuello cisne al más puro estilo mitinero ZP. Gafas intemporales que denotan su poco aprecio por lo fashion.

Suele pasearse por los pasillos, introducirse en algunos juzgados y entrar a disertar con funcionarios de distinto nivel, paseando un maletín normalmente vacío, que da más la sensación de sacarlo a pasear por la necesidad de llevar algo entre las manos, que por una necesidad real.

Mira de frente con ojos vivos y lo hace poniendo los brazos en jarra mientras larga alguna de sus monsergas que, dicen por ahí, precisan de algún diccionario (o, mejor, enciclopedia) para ser comprendidas, porque su conversación es ágil e inteligente pero su discurso, en muchas ocasiones, espeso. Lo mejor de todo es que él lo sabe y día a día fomenta su leyenda.

Cuando lanza alguna ironía, aprieta los labios y, tras ello, da una rápida media vuelta,a veces para volver sobre sus propios pasos y su interlocutor, otras veces para marcharse a la francesa.

Previo a sus juicios, es puro nervio. Como por arte de magia su ironía y su conversación cesan. Frunce el ceño, se vuelve circunspecto y nervioso. En el estrado balbucea, juega con un bolígrafo y deja las gafas sobre la mesa, como si pensase, al más puro estilo avestruz, que no viendo lo que hay a su alrededor no se expone al juicio de los demás. Yo también lo hago. Debe ser cosas de miopes.

Delante de mí se ha definido como ni medio godo, ni medio canario, sino vasco al ciento por ciento. A pesar de que no lo proclame a los cuatro vientos se le nota profundamente orgulloso de sus orígenes, si bien tremendamente dolido por su tierra y, sobre todo, por quienes se han adueñado de la misma y han fomentado la fractura entre sus gentes. Pero él vive tranquilo en el exilio voluntario de Tenerife, de su mar, de sus amigos, de sus tabernas y de sus centros comerciales, refugiándose en su palabra escrita y en sueños de performances por realizar.

José María es un niño travieso de cincuentayalgunos años. Hiperactivo. Un intelectual outsider sin apetencias. Un compañero. Un oasis en el desierto de la mediocridad.

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