Hoy, después de veinte años ininterrumpidos, no he ido al estadio a ver al Tenerife. Las veces que dejé de ir, durante esas dos décadas, lo fueron por enfermedad, por mudanza o por viaje. He ido con fiebre, con lluvia, con calor, con las maletas dentro del maletero de un coche mal aparcado recién llegado de unas vacaciones, cuando no iba nadie y cuando no cabía un alma.
Mis primeros recuerdos futbolísticos son de aquel vetusto Rodríguez López, con sus arcos en la Tribuna, su Herradura de madera, sus mínimas escalinatas en San Sebastián y con los chiquillos dándole patadas a una lata, a modo de balón, en los bajos de General de pie mientras se jugaba el partido. En los primeros ochenta, mi padre me sentaba en primerísima fila, sobre una tubería de riego que corria la banda por detrás de las vallas publicitarias de la grada de San Sebastián para que pudiera ver el partido, a la sombra del viejo marcador de lata. Como en aquella época los niños hasta una cierta edad no pagaban y yo, aunque más mayor, no la aparentaba, mi padre me colaba gratis.
"Llama al árbitro botija verde", me decían los parroquianos y yo, niño, lo repetía como un loro entre las risas del personal. Recuerdo ver jugar al Castilla de la incipiente "Quinta del Buitre". "Qué bueno es el 7", decian de un tal Pardeza. "Pues anda que el 9...", alababan a Butragueño, héroe en Querétaro apenas 3 o 4 años después. Michel lloró allí años más tarde una calurosa tarde de junio.
He pasado por casi todas las gradas: vi jugar a la selección española una tarde-noche contra Polonia desde un sitio privilegiado de Tribuna; vi volar de palo a palo a Ablanedo mientras temía caerme por los listones de madera de Herradura; siempre podré decir que vi jugar a Maradona en vivo y que lo vi desde el sol sofocante de la grada de General y disfruté de amarguras y ascensos desde mi actual sitio en San Sebastián baja. Reí, lloré, sufrí, disfruté.
Me críe con dos banderines, uno con el escudo del Tenerife, otro con la plantilla del Atlético de Madrid de la temporada 73-74 en las paredes de mis cuartos. Luego, por ellas pasaron Rommel, Felipe, Redondo, Pizzi...
El fútbol, ese sentimiento irracional, además me ha dado la posibilidad de conocer a mucha gente, las cuales en algunos casos incluso llegaron a ser amigos y otros no menos enemigos. He sido fanático, coleccionista, he saltado en la Plaza de España y llorado en los vomitorios, he salido del estadio en una "lechera" de la policía nacional, he salido en televisión, he sido contertulio de radio, escrito en revistas o he sido miembro de una web. Al final, ese sentimiento ha sido un poquito importante en mi vida.
A un equipo de fútbol se le quiere como se le quiere a un familiar de sangre. Es sólo un escudo y una camiseta, pero se le ama y se le duele como a un hermano.
Y hoy que el Tenerife, el Tete, nuestro Tenerifito, se nos va por el sumidero rumbo a la desgracia, lo único que me queda es vivir del recuerdo, saborear con regusto de amargor lo que hemos vivido al borde del césped y soñar que quizás un día, quien sabe, mis hijos podrán disfrutar lo que su padre les enseñó como un tesoro guardado en un montón de cajas de cartón.