Se acostó con los nervios del primer día de colegio. Hacía unas semanas que se iba a la cama más tarde que una banda de Lunnis desvelados. Por las mañanas, después de noches de profundo sueño, no más temprano de las 09:30 de la mañana ponía el pie derecho en el suelo para empezar una jornada diaria de holgazanería. Su uniforme, sus bermudas Reebok azules por debajo de la rodilla, alguna camiseta con mil usos y unas cholas de esas que dejan la marca del sol en el empeine. No habían horarios marcados. Ni siquiera se molestaba en afeitarse cada mañana.
Sin embargo, de repente y casi sin darse cuenta, algo perturbó su sueño ronco. Un sonido agudo provenía del otro lado de la cama. Pi-pi-pi-pi. Se estiró, esquivando el cuerpo dormido del lado izquierdo de la cama, buscando parar aquel soniquete aderezado con una fría luz azul. Aquel artilugio marcaba las 06:30.
Después de la ducha, pasar un peine por su cabeza semirapada y tomar un desayuno a base de cacao frío y magdalenas, abrió la puertecilla verde del mueblillo donde tenía las llaves. Abrió la puerta, la cerró con 2 vueltas de llave y puso el pie, otra vez el derecho, sobre la calle. Miró el reloj: las 07:00 horas.
Volvieron a la realidad. Pobrecillos.